miércoles, 26 de octubre de 2011

Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Ni a la rama tan sólo abril acude
ni el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién podría decir que es suyo el viento,
suya la luz, el canto de las aves
en el que esplende la estación, más cuando
llega la noche y en los chopos arde
tan peligrosamente retenida?
¡Que todo acabe aquí, que todo acabe
de una vez para siempre! La flor vive
tan bella porque vive poco tiempo
y, sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega. Invierno, aunque
no esté detrás la primavera, saca
fuera de mí lo mío y hazme parte,
inútil polen que se pierde en tierra
pero ha sido de todos y de nadie.
Sobre el abierto páramo, el relente
es pinar en el pino, aire en el aire,
relente sólo para mi sequía.
Sobre la voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio este del cuerpo, este
de no poder ser hostia para darse.

Claudio Rodríguez: Don de la ebriedad (1953)

domingo, 16 de octubre de 2011

TRÍPTICO DEL ÁNGEL


                                                   A Mercedes
                       I

¿De dónde caen
esas plumas descomunales
que yacen bajo la silla?

Hace un instante hubo
una pequeña conmoción,
una palabra o menos
nos mantuvo pendientes de la voz.

Cuanto permanecía atrás,
bajo la tenue luz de una lámpara votiva,
ha sucumbido.
Quizá fue el ala
del último heraldo entre nosotros
o un hálito del relámpago casero.

Entre los escombros
—ese casco de ladrillo con historia,
un puñado de cenizas y el papel enmohecido—
la huella de su paso.


                        II

Te miras en el espejo,
levantas el mechón
que te cubría el rostro,
una mano asciende por el vidrio
y roza la líquida mejilla
de aquella otra que te está mirando,
que me mira por encima de tu hombro.

¡Qué incendio atroz en esos ojos!
No es posible soportar
esa daimónica luz aquí tan cerca.
Te estás quemando, amor,
el mechón, brasas tus hombros,
y yo, que extiendo las manos
por salvarte, me hiero.

La ceniza en el suelo,
la huella de su paso.


                       III

De pronto comienzas a contarme
tus aventuras del día,
y cuando la culpa aguijonea
aparece el engaño.

Tampoco quisiera yo engañarte.
Inicio mi historia,
la imaginación cautiva
y acabo por fingir.

Nos miramos. Al fondo de las pupilas
brilla ese odio intenso del vigía.

Abatidos tragamos su sabor de ceniza,
la huella que a su paso nos dejó en los labios.


                                              Iván Carvajal: La ofrenda del cerezo (2000)

jueves, 6 de octubre de 2011

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado,
serán ceniza, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.


Francisco de Quevedo (siglo XVII)