domingo, 25 de mayo de 2014

ARTE POÉTICA

Entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas,
dotado de corazón singular y sueños funestos,
precipitadamente pálido, marchito en la frente
y con luto de viudo furioso por cada día de vida,
ay, para cada agua invisible que bebo soñolientamente
y de todo sonido que acojo temblando,
tengo la misma sed ausente y la misma fiebre fría
un oído que nace, una angustia indirecta,
como si llegaran ladrones o fantasmas,
y en una cáscara de extensión fija y profunda,
como un camarero humillado, como una campana un poco ronca,
como un espejo viejo, como un olor de casa sola
en la que los huéspedes entran de noche perdidamente ebrios,
y hay un olor de ropa tirada al suelo, y una ausencia de flores
—posiblemente de otro modo aún menos melancólico—,
pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos
hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.

Pablo Neruda: Residencia en la tierra (1925-1931) (1935)

domingo, 18 de mayo de 2014

ARTE POÉTICA

Que el verso sea como una llave
que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
el adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
como recuerdo, en los museos;
mas no por eso tenemos menos fuerza:
el vigor verdadero
reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!
Hacedla florecer en el poema.

Sólo para nosotros
vivan todas las cosas bajo el sol.

El poeta es un pequeño Dios.

Vicente Huidobro: El espejo de agua (1916)

domingo, 11 de mayo de 2014

DANSE D'ANITRA

                                               A Juan Verdesoto

Va ligera, va pálida, va fina,
cual si una alada esencia poseyere.
Dios mío, esta adorable danzarina,
se va a morir, se va a morir... se muere.

Tan aérea, tan leve, tan divina,
se ignora si danzar o volar quiere;
y se torna su cuerpo una ala fina,
cual si el soplo de Dios la sostuviere.

Sollozan perla a perla cristalina
las arpas en su ambiguo miserere...
Las flautas lloran y la guzla trina...
¡Sostened a la leve danzarina,
porque se va a morir... porque se muere!

Medardo Ángel Silva: El árbol del bien y del mal (1914-1917)

domingo, 4 de mayo de 2014

MI PADRE, EL INMIGRANTE (fragmento)

                                   I

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta sus columnas
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, en luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.


                                   II

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,
el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,
el llanto en la memoria,
todo queda cerrado por anillos de sombra.
Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.
Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.
Mas en el alma caen acordes penumbrosos.
La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.
Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,
los cornos del enigma en nuestras lejanías.
En el hierro oxidado hay brillos en que el ala
desesperada cae,
y piedras que han pasado por la mano del hombre,
y arenas solitarias,
y lamentos de agua en cauces penumbrosos.
¡Reclamad, gritando hacia el abismo,
el mirar interior que hacia la muerte avanza!
En nuestras horas, heliotropos,
manos apasionadas, relámpagos del sueño.
¡Venid a los desiertos y escuchad nuestra voz!
¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!
El corazón es una serena soledad.
Sólo el amor descansa entre dos manos,
y baja en la simiente con un rumor oscuro,
como torrente negro, como aerolito azul,
con temblor de luciérnagas volando en un espejo,
o contritos de bestias que se rompen las venas
en las calientes noches de insomnes soledades.


                                   III

Relámpago extasiado entre dos noches
pez que nada entre nubes vespertinas,
palpitación de brillo, memoria aprisionada,
tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,
sueño frente a la nada: eso somos.
Por el agua estancada va taciturno el día,
doblegando los juncos hacia barcas de olvido.
El alma silenciosa en las violetas tiembla.
¿No somos un secreto guardado por las sombras?
Mirad cómo en el césped de la tarde
la mirada es un brillo de azahares,
cómo se esconde el ser en el suspiro leve de las frondas.
Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.
El frío de las piedras corre por nuestra sangre.
Un susurrar de nardo desciende por los valles.
Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,
perseguido por voces y lágitos y dientes.
El hombre siempre solo, con su mirada, suya,
con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.
El hombre interrogando a sus calladas sombras.
Escucha: yo te llamo desde mis soledades,
desde mis suspirantes comarcas de palmeras,
abiertas a los signos luminosos del cielo.
El viento se te enreda con nieblas siderales,
y se detiene al pie de negros abedules.
Venados de la luna van corriendo
por la antigua memoria,
y en tu silencio caen llamadas del corazón.

Vicente Gerbasi: Mi padre, el inmigrante (1945)