lunes, 23 de noviembre de 2015

Cuando doblen las campanas,
no pregunten quién murió.
No puedo subir al bosque...
¡quién ha de ser sino yo!

Y es que vengo aquí por verte,
tantas veces yo subí
por las amables laderas
y al fin llegué donde ti.

Y sentada me arrullaba
tu brisa suave, y tu frío
¡qué calor a mí me daba!
y a mi corazón abrigo...

Y ahora, qué te diré,
bosque de mis confidencias,
qué largo me es el camino
para respirar tu esencia...

Qué larga se hace la ruta
para mis cansados pies...
¡Qué lejano estás, oh bosque,
para arrullarme otra vez!

María de Lourdes Camacho (1921-2015)


Este texto fue encontrado hace unos días entre los papeles de Lourdes, mi abuela, fallecida en la tarde del pasado miércoles 18 de noviembre. A juzgar por la letra y la ubicación de la nota, parece haber sido escrito entre octubre y noviembre de este año, luego de que mi abuela pretendiera visitar por última vez un pequeño bosque de eucaliptos en la parroquia carchense de Chitán de Navarretes, donde pasó largas temporadas de su vida. Junto a los versos, en otro papel, fue hallada la siguiente anotación: "Me ha entrado la idea de la muerte de a poco, como que la estaba esperando, y a esta hora de tomar remedios, la siento llegar despacio, en forma paulatina, pero constante".

lunes, 9 de noviembre de 2015

LA PALOMA

Contemplé el cuerpo de la paloma
que la muerte hizo descender
extrañamente, con un peso desconocido
hacia un trozo increíble de la tierra.
Liberado del cielo pedía sombra
el temblor abatido de su gris azulado.
La meditación, el deseo
huyeron de mí como animales fatigados
ante esa nueva irrealidad que cubría el suelo.
Era en verano, yo estaba solo
y la paloma yacía muerta como en el centro
de una dulce costumbre iniciada hace tiempo.
Me senté a su lado, ni triste ni alegre,
e inicié con mi pie un absurdo movimiento
hacia el cuerpo silencioso, interrogando
en la insensata búsqueda
de un remoto estremecimiento en la sangre inmóvil.
Y la respuesta, como siempre,
me fue dada parcialmente
en la falta de sentido que adquiere el mundo
cuando uno detiene su mirada
por más tiempo de lo debido.
Pensé en otros veranos,
lejanas tardes con palomas que seguían
todavía la morada del aire
cuando la muerte era solo
un lujo del pensamiento, una rara
decepción que desmentía el fuego.
Ahora,
junto a la paloma que yacía muerta
no me era dado comprender lo esencial
sino los ilusorios aconteceres
siempre jóvenes del mundo. Y en el hueco de las alas
que contuvo el aire vivo
se cumplía la podredumbre, indiferente,
tal la conducta que empujó mi pie
desde una voluntad desconocida
para hurgar el oculto secreto.

Joaquín Giannuzzi: Nuestros días mortales (1958)