lunes, 29 de febrero de 2016

LING FEN, EL INMOLADO DE MATACHÍN

Sucede, que en algún momento, uno se pone a narrar historias, a llenar páginas de diario,
a llevar bitácoras de viaje y de empresas solitarias y colectivas,
que uno se pone a llorar en la quilla de un navío y no sabe descifrar las cabalgatas del viento que preceden a la tempestad,
el ritmo acompasado de las estrellas, las constelaciones más rielantes y más cínicas,
la inclinación de cabeza, las ruinas de alguna embarcación y las gotas que se apresuran a delinear un rostro,
y uno termina por perderse en todo el mar que convoca nuestra fábula,
ante ese mar que marca y desdibuja el destino brumoso de los hombres.

Cuando me vi obligado a partir desde Cantón hacia una tierra desconocida
en medio de un fuego estructural, en donde un ferrocarril se abría paso como una mano por un muslo de mujer,
mientras mi joven esposa se quedó tendida en el piso de nuestra casa invocando que volviese,
no sin antes haber envuelto algunas ofrendas de arroz para mi boca hambrienta,
no sin antes haberme tomado de las manos y dejarme todo su perfume hibisco de naranjas
separadas.
Ahora sólo conservo su larga trenza para que la huela y la acaricie y una flor de loto —ya seca, ya semipodrida—
para que la tierra se me haga presente como sus ojos, terrígenos y terráqueos, que ondulan como el resplandor de la cosecha,
cuando fuimos exuberantes y nos casamos con el primer monzón que bajó de la montaña
y ella lucía un traje de infinitos colores y yo varias prendas de color rojo para parecerme al dragón que fraguaba las bodas en nuestra familia.

Ahora todo eso es recuerdo, todo eso es una pausa lógica,
y sigo escribiendo mi llegada al istmo de Panamá, la fragata del calor, la contradicción de unirnos todos en un tren y dispersarnos en campamentos, según nuestra raza, según nuestras creencias y nuestro lugar de origen.

A nuestro lado se entonan algunos cánticos a un dios que no conozco,
algunas palabras en inglés y miradas con ojos azules que son como el mar cuando se bate con nuevas naves ante su imperante desconfianza.
En otros sitios hay gente de color que no se atreve a mirarnos a los ojos.
Yo empecé a entristecer y mi comunidad no tenía más nada que decir, mientras nos íbamos secando,
mientras nuestras ropas parecían que vistiesen virutas de bambú para embarcaciones pobres.
Nos dieron porciones limitadas de opio, éramos los nuevos fumadores de lotos en esta tierra.
La muerte se nos hacía humo y empezábamos a cantar, a cantar y anegarnos todo el silencio
que nos pateaba las vértebras y la sangre, con toda esa realidad.
Pero resulta que a mí, Ling Fen, me llamaba mi esposa.
Pero resulta que a Lian Tung lo llamaban sus hijos y su madre viuda.
Pero resulta que a Hung Mei le marcaban un sitio hasta el mar para que se sentase y esperase a que las olas vinieran por él y lo llevasen a Cantón:
Pero resulta que a Lian Tung le estaban esperando otro puñado de asiáticos para cumplir su deseo por unas cuantas monedas:
troncarle la cabeza e ir a arrojarla al arroyuelo para que se convirtiera en loto danzante.
Otros personajes, más pintorescos que nosotros, se pusieron toda una tarde a sacarle punta
a varias ramas y a varios brazos de especies verdes de estos lados del trópico
y fueron hundiendo aquella lanza, amelcochada con savia
hasta que con sangre de garganta, se hicieron de uno de los mejores
ritos de suicidio, aplicados en este caserío, engrandeciendo una leyenda.
Hará varias lunas que estas desgracias que hoy ocurren fueron marcadas por el nombre de este pueblo hace muchos años, algunos siglos antes.
Matachín atrajo la muerte de los chinos y yo observo cómo el cartel que anuncia
este fatídico intento nos hace colgar como mangos de colores en los árboles, sujetados por nuestros moños.
Yo, cansado de tanta nostalgia y de tanto trabajo por el tren, me acerco a mi humilde morral y allí está, solícita, la trenza de mi esposa,
su obsequio de bodas, allá en Cantón, donde seguro me espera en la puerta, con la cabeza inclinada, sollozando.

Hay una vorágine de cisnes de cuellos largos entre mis piernas, productos de la zona
y algunos pedazos de pan danzando con las hormigas de la heredad nefasta.
Ya no más lágrimas para Ling Fen, el chinito de los rieles y durmientes.
Tomo la trenza de bodas y la amarro a mi moño inconcluso, cortado a comienzos de verano.
Subo a un corotú corpulento y algo y me enrosco la mata de hebras que libera mi cuello,
y me dejo colgar y me convierto en un fruto más de Matachín, el gran pueblo del suicidio y de la matanza de los chinos.

Hoy el pueblo yace bajo el agua, bajo la quimera esperanzadora de un Gran Lago.
¿A dónde se quedaron aquellos habitantes de Asia después de aquel lastimero viaje por el Caribe?
¿Qué es lo que sobrevuela por debajo del agua como un ave fénix chino?
Alguien de seguro, al atravesar el Canal o dar una ojeada por la ventana del moderno tren verá el humo que asciende desde la profundidad
donde están los fumadores de lotos, los que ansiaron un ferrocarril y quedaron siendo hollín de estrellas subterráneas.

Javier Alvarado: Viaje solar de un tren hacia la noche de Matachín (la eternidad a lomo de tren) (2012)

lunes, 22 de febrero de 2016

CENIZA DE RINOCERONTE (fragmento)

caminábamos por el barrio chino de lima  el firmamento era una larga escama quebrándose sobre nuestras sombras cetáceos waskas aullaban sobre una ciudad prehistórica [peces negros naciéndole de los ojos] —you make me feel like a wild thing— dije has pensado en el tawantinsuyu [el sol limpiaba el rostro a una larga avenida donde rotas personas transitaban] reíste cuando te comenté sobre si has considerado esas innumerables parejas de amantes haciendo el amor en secreto (la tribu escuchaba hablar al taita mientras este consultaba en el oráculo de coca cómo seres hechos de roca y pigmentos desconocidos atacarían nuestros alientos hasta volverlos hierba amarillenta) de su sudor bajo una luna joven y subacuática  de cuántos orgasmos se quedarían adheridos a los árboles  de cuánto semen se hundiría en los ríos que hoy alimentan la vía láctea en ese reino de rojo hielo  donde no había moteles ni rincones oscuros y lo prohibido habitaba en toda la tierra  así franqueaba la noche —siglo XXII— el café se enfriaba  el sexo iba floreciendo como nubes anunciando tempestad y nosotros imaginábamos con qué frecuencia en el tawantinsuyu (en tanto que ballenas anémicas vomitaban almas tristes sobre cardumen hambriento) los amantes inventaban nuevos amaneceres sobres sus espaldas —you make me feel like a wild thing—  con qué frecuencia la espuma del mar emergía de sus ingles y se abatía sobre ciegas aves —you make me feel like a wild thing— la ciudad se iluminaba la veíamos eclosionar desde el cerro san cristóbal  ella decía que por cada cinco focos uno le pertenece a una pareja de amantes  no como aquellos que pernoctan en tu país que parecen un mar a punto de sangrar sino amantes de verdad  llenos de sed llenos de lluvia —sonreíamos—  la ciudad resucitada como aquel ángel al que dios le ha dado una nueva condena

you make me feel like a wild thing

y lima comenzó a doler
nos dolió como aquella costra que uno se gana en la niñez
nos dolió lima y su cielo
lima y su mar canino
lima y su aire oscilante y gris

nos abrazamos

[luz y sonido congestionándose en los poros]

esperando este u otro reino

lima you make me feel like a wild thing


Agustín Guambo: Ceniza de rinoceronte (2015)

lunes, 15 de febrero de 2016

FIESTA

En Juli estaba
                            mashikuna
dentro de una vieja iglesia jesuita
allí vi la extirpación de idolatrías
palpé al nuevo dios que se imponía
frente a los huaris de mirada esquiva
a los apus que enterraban sus profecías
antes de que fuesen empaquetadas
y ofertadas en press trip

Allí estaba
en medio de los pigmentos
y santos de mirada mansa

estaba

Y afuera la tarqueada
el carnaval la cerveza y la coca
desterrados del ritual

todo lo vi
monkey killing monkey
todo lo viví
tushuna tushuna

Y yo
mesticillo de poca monta
oculto dentro de la iglesia
escuchándolo todo como feto en gestación
como promesa del devenir

entonces entendí
supe
comprendí

que la fiesta había perdido a sus priostes
fiesteros
padrinos
achitaitas

que agoniza el último gesto
donde se desmorona la cordura

Yo soy el huaco
un rostro de papel
el tintineo de las campanillas

Soy el capariche
la botella que se pasa de boca en boca

Atravieso
                          solemne
los barrios nuevos
con mis vestidos de telas tornasol
con las máscaras fijas a mis tendones
me sumerjo en el bullicio

(soy el gesto del patrón)

Me olvido de mí
—y esa es la razón de todo—

            —"Ven", creí escuchar en medio de la turbulencia que me sacude.
            —"Son solo monos asesinando a otros monos", repetía el temblor monocorde de mi ipod casi
            obsoleto.

¿Es verdad esto? ¿Este murmullo inaudible, saturado de hastío y rechinar de dientes?

La máscara dispone
con ella ocupo mi lugar en el mundo
me arrodillo en el centro de todo lo creado

Porque la borrachera es la suspensión del texto
tenue entumecimiento del instante
un colectivo de cerebros en eclosión

La maquinaria de la noche en la puna
quiere alcanzar el mundo superior

año acabado

zapateando ocho días
borracho de chicha y chawarmishki
agradeciendo a todos
consumiendo la última brisa antigua

sin parar
sin parar

reír como si fuese al último día
sacudiendo el piso
dejando la vida en ello

bailando
olvidando
empezando
¡compañeritos!

mana peleachu

este carnaval está auspiciado por su cerveza local
la chumadora...
[colóquese aquí el nombre de la marca, pero omítase cuando se lea en público, para no hacer publicidad ociosa.]

Y yo
dentro del templo ruinoso
canto un viejo yupaichishka
lo transformo en himno cristiano
extiendo mi mano de trovador sacro
alcanzo el pilche de chicha

El golpe monótono del tambor
sacude mis huesos que ya no son jóvenes

¡Rompe aquí mismo el alma!

alborotashu

Año acabado
todos los desamores
todo el odio
toda la alegría
aquí acaba
ahora
borrachito borrachito

¡compañeritos!

El mamaco toca
parado en el centro del círculo
aunque nadie lo escuche
deja la vida en cada golpe de tambor

todos iguales

año acabado

Mañana despertaremos para encender el gran motor del mundo

Javier Cevallos Perugachi: Llaktayuk (2010-2014)

lunes, 1 de febrero de 2016

CECI EST VEXER LE FEU

Mathilde mixe, j'écoute. Les boutons vernaculaires de la stéréo.
Calfeutrage désolé, ambiance bleue, fermer le paysage, vexer le feu.

Mathilde est assise sur le banc rouge, elle attend.
Les souterrains méditent, elle est un bruit qui tue à feux doux.

Et Mathilde respire les tiroirs.
Elle viente de là où la neige est féroce au regard.

Les sentiments se fendent,
à quoi bon haïr sans flèche?

Mathilde récite mes glaciers.
Elle ne trouve plus drôle de fréquenter les marées.
Une lampe dévoile un tracé gênant sur le mur.

Je m'insurge en elle, de la façon qu'elle a de pousser
les secrets en bas des falaises.

La loupe cherche la ver de terre. Déjà sec et friable.
Jusqu'où chasser la stéréo qui griche?

Je sais l'hiver: veine inutile, squelette bloqué.
Mathilde remarque tout.

Je demande de sécher en paix, les tiges coupées, hors de tout vase.

La manie de fâcher les averses.
Mathilde biffe l'horizon d'un coup de rasoir.
Moi, la fin des lueurs, sans veste pare-balles.

Mathilde ne meurt pas. Des grains ivrognes s'entretiennent.
L'isolé s'endurcit.

Je préfère les pupilles évaporées et l'haleine vitrée
à une machine qui fait moins mal.

Elle est une envolée de brique,
le dessin d'un enfant malveillant.

À l'œil, le corps soulevé, l'arrêt des rubis blancs.
À travers la porte, Mathilde gruge un paradis déguisé.
Mathilde a tellement de charniers en elle,
tellement de seringues et de cérémonies de plâtre.
Les échecs ignorent le derme.
Et les souvenirs se trempent de moi: et les souvenirs, c'est le début d'une guerre
où la cicatrice n'est pas autorisée.

Emmanuel Simard: L'œuvre des glaciers (2012)


ESTO ES VEJAR EL FUEGO

Matilde bate, yo escucho. Los botones vernáculos de la radio.
Encierro triste, ambiente azul, cerrar el paisaje, vejar el fuego.

Matilde está sentada sobre el banco rojo, ella aguarda.
Los subterráneos meditan, ella es un ruido que mata a fuego lento.

Y Matilde respira los cajones.
Ella viene de allá donde la nieve es feroz ante la mirada.

Los sentimientos se agrietan,
¿para qué odiar sin dirección?

Matilde recita mis glaciares.
Ella ya no encuentra divertido frecuentar las mareas.
Una lámpara revela una línea perturbadora en la pared.

Yo me insurrecciono en ella, con la manera que ella tiene de empujar
los secretos por los acantilados.

La loba busca el gusano de tierra, ya seco y quebradizo.
¿Hasta dónde cazar la radio que rechina?

Conozco el invierno, vena inútil, esqueleto bloqueado.
Matilde se da cuenta de todo.

Le pido que seque en paz los tallos cortados, fuera del jarrón.

La manía de enfadar a los aguaceros.
Matilde borra el horizonte con un golpe de navaja.
Yo, el final de los destellos, sin chaleco antibalas.

Matilde no muere. Los granos ebrios conversan.
El aislado se endurece.

Prefiero las pupilas evaporadas y el aliento vidriado
a una máquina que duele menos.

Ella es un vuelo de ladrillo,
el dibujo de un niño malévolo.

A simple vista, el cuerpo sublevado, el detenimiento de los rubíes blancos.
A través de la puerta, Matilde embauca un paraíso disfrazado.

Matilde tiene tantos cadáveres en ella,
tantas jeringuillas y ceremonias de yeso.

Los fracasos ignoran la dermis.
Y los recuerdos se empapan de mí;
y los recuerdos... es el comienzo de una guerra
donde la cicatriz no está autorizada.

Emmanuel Simard: L'œuvre des glaciers (2012)
Traducción de Andrés Landázuri (2014)