Por quietas calles andaba
Juanita Fernández, que era
muchacha como de pájaros
y naranjas y colmenas.
Nadie veía su guardia
callada, de serafines.
Nadie veía en sus sienes,
invisible, el arco iris.
Nadie, ni padre, ni madre,
ni parientes, ni padrinos,
sabían que a aquella niña
la había marcado el Destino.
"¡Qué inteligente, Juanita!
¡Qué fina piel de duraznos!
¡Qué dos ojos de lucero
en un cielo de verano!"
Y andaba Juanita, andaba,
con sus muñecas, su perro
Tilo y sus libros de estudio
por las callejas del pueblo.
Andaba Juanita, andaba,
con un ángel de custodia,
y su pobreza tan rica
y sus ensueños de novia.
Primero, novia del aire,
y después de un capitán.
Andaba Juanita, andaba,
y era rica más y más.
¿Qué importan la casa pobre,
los vestidos de algodones,
los zapatitos de cuero,
la blusa sin prendedores?
Veinte años casi sin crónica,
con solo el hijo y la paz
de sus versos y sus flores
de alambres y de cambray.
Alegre, tierna y callada,
amante y sin ambición,
gorjeaba en cantos y canto
de vida y callado amor.
Ya sobre el pecho una estrella,
ya otra más sobre la sien,
ya mil clarines al viento,
y el toque de somatén.
Ya el llanto por sus mejillas,
Ya grises fuegos, su luna,
mañanas de helada niebla,
noches a desvelo y bruma.
Ya zapatos de gamuza,
y vestidos de París,
ya la sonrisa perdida,
ya el deseo de morir,
el amor, como una rosa;
la vida, cáliz y cruz.
Tilo, borrado en la sombra.
Brumosa la Cruz del Sur.
Y en el Río de la Plata,
sólo el barco de su fe
aunque sigan los clarines
y el toque de somatén.
¡Qué sola y sola Juanita,
en su casona vacía!
América por sus alas
pasa, y Juanita, perdida.
Ya no sabe de laureles
ni de nardos en el alba.
Traen orquídeas a sus manos
y mendiga un vaso de agua.
Secreto, ¡ay secreto, oh Dios,
oculto el romance puro!
Vele el ángel con su túnica
el préstamo sin futuro.
Y cuando muera Juanita
a gritos todos dirán
que fue bendito aquel día
ocho de marzo, San Juan
de Dios, en tierras de Melo
que la historia alabará.
Y ha de dormirse llevando
sobre la mortaja, un sol;
el de un amor silencioso
que nadie le adivinó.
Juana de Ibarbourou: Romances del destino (1955)