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lunes, 13 de octubre de 2014

LA LENTITUD DE LAS ISLAS

Venia pels camins d'aquest món meu romput en illes
                                                                                                M.Villangómez
                         I

Solo un accidente, se diría,
de la Naturaleza,
un antiguo volcán roto en mil rocas,
una explosión lejana, una batalla
del fuego entre la tierra, un río inmenso,
funeral, de oleajes encendidos,
de reverberaciones,
contra la noche abierta del silencio,
hacia la brisa pura y las estrellas,
hacia la soledad.
Sólo un accidente, se diria,
voluntad de la piedra por ser piedra
únicamente,
estas islas sin nombre que han salido
a la luz mineral del mar seguro,
como en parto difícil,
en el esfuerzo ímprobo, constante,
de la savia potente del planeta,
sin humana mirada, sin conciencia,
sólo azar despoblado,
sólo sonido duro entre peñascos
y pinos y animales y obediencia,
sólo pureza, todo creación
suprema, inescrutable, nunca vista,
apenas sospechada, conocida
en las ruinas despiertas,
en las piedras hundidas del ocaso
y la fábula viva,
en la erosión total, en la ceniza
implacable
y en la calcinación que permanece,
derramada, en los campos, multiforme,
en el silencio fiel de las cosehas,
silencio requemado
a orillas de este mar que se nos pudre
ya desde nuestra infancia,
en el silencio blando de unos hombres
que una tarde llegaron
y habitaron el mundo roto en islas,
y habitaron la noche de los pozos,
y encontraron la luz dulce en el agua,
y en el agua el cansancio y las heridas
del tiempo, este dolor que ahora nos queda
en los gestos del rostro
y en las manos resecas,
y habitaron los bosques más oscuros,
nacidos bajo el sol como un milagro,
la lentitud del día,
la lentitud de un año y otro año,
y mansamente abrieron los caminos.


                         II

Esta serenidad que ya es cansancio,
indolencia del mar, ambición rota
de tanto sufrimiento,
esta serenidad que se confunde
con la rasa brutal de nuestras tierras,
con el aire de agosto en los pinares,
con la calcinación
o la felicidad de nuestra infancia,
esta pereza del alma, ¿es fatiga
final que no se agota
o es amor a la vida que nos dieron,
sólo celebración?
La edad del mar circula en nuestras venas
y su cansancio es fértil como el sueño,
nos enseña a vivir, a contemplar
tan sólo, y a dejar que el tiempo pase
lentamente
este tiempo sin tiempo que es concordia
de la Naturaleza,
mientras pasa la vida en la mirada
total de su oleaje,
y el corazón sediento se contempla
en la roca y la espuma,
y nuestras manos buscan la salitre,
y nuestro rostro aprende el gesto duro,
humilde y milenario de sus aguas.
Nuestro cansancio es fértil como el sueño,
porque antigua armonía lo alimenta.
¿No es también esperanza este cansancio?
El mar somos nosotros y en nosotros
conocimos la luz negra del alba,
alzábamos las velas y salíamos
quién sabe hacia qué islas,
hacia qué pedregales no lejanos,
llamando por su nombre a cada estrella
tardía o perezosa,
o conjurando al cielo su honda calma.
Si hay dios, nadie lo ha visto, pero todos
sabemos su grandeza y su mirada
y este mar de su leyenda las reúne.
Y esta serenidad que nos han dado,
oh patria rota en islas, como herencia,
¿no ha ha visto crecer en ti algún dios
impasible en su noche?
Recogimos las redes ya podridas
y sacamos mil lágrimas,
los frutos que alimentan desde siempre
el milagro del hombre y su familia.
Recogimos la almendra y no encontramos
un don tan generoso en muchos años
que pudiera igualarse.
Y esta conformidad que ya es cansancio,
¿no la ha visto crecer en ti algún dios
impasible en su noche?
Oh patria rota en islas.
Nadie vino a salvarnos cuando fuimos
condenados al mar y a la sequía,
a tanta soledad.
Nadie vino a salvarnos, ni siquiera
este dios poderoso que nos mira
y al que hemos venerado.
Crecieron nuestros hijos lentamente
cómo crecieron quién puede decirlo,
entre el brezo y los pozos ya resecos.
Nadie vino a salvarnos.
Solamente los pájaros vinieron,
dejaron su quietud y abandonaron
nuevamente las islas.
Y esta serenidad que celebramos,
fértil en su cansancio como el sueño
de la tierra mojada,
esta herencia tan lenta que perdura
hermanada al olivo y a la piedra,
a todo lo que el tiempo no destruye,
sólo es nuestra esperanza.

Nadie vino a salvarnos. Tuvimos que aprender
los caminos del mar en nuestro pecho.

Vicente Valero: Herencia y fábula (1989)

domingo, 23 de diciembre de 2012

CAMPOSANTO

Nada —me dicen. Sol inmenso. Esta sequía
torrencial en los campos últimos de la muerte...
Este sueño imantado y amarillo. La cal
sobre la que se hacinan, lentas, las lagartijas.

Nada —me dicen. Pero, ¿toda esta luz es nada,
aquí, si la pensamos con fe, si la miramos
aturdidos? Reseca flor de agosto, paciente
jardín, bajo este sol que todo lo deforma...

Nada —me dicen. Pero, ¿qué nos hace salir,
medio desnudos, solos, a pleno sol, un día
cualquiera como éste? Humilde cielo blanco
que entre cuatro paredes ha dispuesto su gloria:

no acierto a descifrar sus signos. Reconozco,
aquí, toda la luz posible, los destellos
que alumbran en nosotros casi todas las noches...
Nada —me dicen. Pájaros, flores secas, el mar

un poco más allá, no lejos. Me parece
todo —luz, tierra, cal, cielo, surco— la misma
cosa, bajo este sol que todo lo somete.
¿Para qué habré salido de casa esta mañana?

Vicente Valero: Teoría solar (1992)

sábado, 13 de octubre de 2012

PRECIPICIO

Por los acantilados, muchas veces, la luz
es sólo vértigo y responde
a una llamada verdadera y fría,
a un misterioso andar sobre el vacío.

Lo que vemos no está
en el lugar exacto imaginado:
hay que buscarlo siempre en su caída,
en un dulce equilibrio
de rocas y alcotanes, de azules imposibles
casi siempre. Es una arquitectura
que no conoce el miedo
y ha sido construida por los pájaros,
por el viento del norte
y por las nubes.

Traten entonces de asomarse
en silencio y verán
cómo el color del cielo se sostiene
sobre un enigma sólido,
una alucinación interminable:
el vuelo prodigioso, desnudo, de la luz,
sobre la primavera que esperamos,
transparente y sin fin
del precipicio.

Vicente Valero: Libro de los trazados (2005)

jueves, 17 de mayo de 2012

PARA SALIR DE AQUÍ

Los colores del tedio (una vez más) lo envuelven todo: la luz y la salida, la sed en toda su extensión visible. Humo adentro, con los ojos cerrados, respiro y siento que las cosas todavía duermen, esperan en el humo. Yo hago ver que estoy lejos, pero toco la cal de los veranos, me asomo a lo que sé: hace calor, el fruto cae ardiendo:

No es el dolor aún (me dije), sino el espejo roto en mil pedazos del dolor, y en él se miran, sedientos, los animales más queridos del pasado. (En cada piedra hay una imagen, desdibujada o sucia, la noche en blanco de un gran río.) Bajo el árbol de agosto, oigo crecer el día a ciegas, la distancia que nunca consigo recordar:

No puedo ver, pero llamo con náuseas al ahogado, busco en su tristeza llena de algas mi camino. El sol se viene haciendo sitio por donde sólo cabe el sol. Lo sé: ni una sola palabra definitiva, ni un cultivado y profundo pensamiento. Hablo de mi cansancio solamente: mi única certeza, esta mañana, aquí:

Con el aliento de lo que falta aún por ver... Oigo a este sol. Hay sangre en este laberinto, pegajosos insectos, enigmas tristes y malolientes. Todo está quieto ahora y contenido en la inmensa pereza del aire. Hundo mis pies en esta arena dura y siento la humedad de lo que ya no existe. ¿Cómo empezó la sed a ser así?:

Latas, plásticos, ropas sucias... Desde este mar venido a menos, lo que se ve y lo que no se ve son ya la misma cosa. (Regreso y, por un instante, sé también que regreso.) Violenta pulsación, voces salobres. Con todo el sol de cara, me asomo y no distingo: me asomo y toco el polen ya reseco que (sin embargo) acaba de llegar:

Cuento hasta tres y empiezo a caminar, bajo el árbol de agosto todavía, entre botellas rotas y cruces encaladas. ¿De quién son ahora los pájaros que han vuelto? Hundo mis pies en la sequía verdadera. (Oh sed fuera de sí, tan blanca.) Dejo caer una piedra en el interior de un pozo seco y el tiempo que me queda puede oírse:

Recuerda lo esencial: la puerta está abierta. Ahora el mar ya no importa: no era (para volver a empezar) lo que uno había esperado. Dentro de mí se pudren, cada vez más insistentes, todos los recuerdos. Oigo la voz de lo que sigue, la llamada que brota como aguja negra de nopal, como amplia quemadura en la sed del ahogado:

Piso, descalzo, el sol que hay en el polvo. Yo sé (por ejemplo) cuándo pasa alguien por mi lado: el salitre de su silencio llega hasta mí y lo delata. Ahora está el sudor abriendo heridas casi milenarias y, entre los escozores, siguen danzando, ciegas, las avispas. Hablo de mi pereza solamente: mi único camino, esta mañana, aquí:

No es el silencio aún (me dije), sino el espejo roto en mil pedazos del silencio, y en él se miran, exhaustos, los pájaros del Norte. En mi cansancio estaba mi principio. Ojos llenos de cal, de polen seco. Ahora mis pasos son los pasos de la sed, quemados por el sol continuamente, y el humo de mis huellas puede oírse:

Pesa la luz como una red mojada. Flotan las ramas rotas, los peces muertos... (La paz no es el silencio todavía.) Subo despacio la cuesta transparente: la que sólo da al mar y a la erosión visible. Junto al faro en ruinas crecen los enebros, las grietas afiladas, el vértigo continuo de la serenidad:

Dar el paso invisible. Llaman a la puerta del mar de agosto las raíces arrancadas, las dunas ocres. (No puedo ver, pero qué bajo cielo en rojo hay en mi corazón esta mañana, qué extraños vuelos sin sentido.) Y cuando el verdadero ahogado salga por fin a mi encuentro, ¿sabré decirle quién soy yo de verdad, exactamente?:

La muerte: una palabra puesta a secar (me dije), empapada de sudor de tres días. Más que ceniza. A fuego lento se consume la promesa más clara, y el humo es una carta sin abrir. Árbol azul y fuerte, en cuyas ramas cantan los mirlos todo el año... Oh luz repleta de animales dormidos, de caminos que no sabemos ver:

Nadie ha visto la casa, pero yo sí la he visto. O tal vez no la he visto (me dije), pero sé que está allí. (Mi deseo es más rápido que yo: yo sólo sigo, a oscuras, sus huellas transparentes.) Islas más allá de las islas. Abro, en secreto, la larga noche en vela de su soledad, la trama azul y fértil de sus apariciones:

Yo no tenía fe: tenía sueños. Y hoy la sequía tiene la extensión de mi alma. Por un instante,  que regreso, que mi cansancio se abre al mar, al cielo rojo, a este camino erguido y sucio de verdad. ¿Cómo pudo la sed reconocerme, apuntarme con el dedo, soltar sus perros blancos contra mí?:

Delante de la puerta abierta (me dije) bailaré, loco de sol, como animal en celo, sin descanso. Escribiré mi nombre (me dije) sobre las losas incendiadas del atrio, sobre la superficie mágica del atardecer. ¡Fulgor de ruinas blancas, donde crece, a ciegas, el asfódelo sediento, donde bostezan los aparecidos!:

La mano en el fuego del mediodía: recojo (una vez más) los libros, la toalla, los zapatos. Creo saber lo que me pertenece, todo lo que al abrir los ojos vuelve a ser mío aún. Hablo del humo solamente, a solas, para empezar a ver más alto, para salir de aquí (me digo), muy despacio: para no despertar a la ceniza.

Vicente Valero: Vigila en Cabo Sur (1999)