No es el dolor aún (me dije), sino el espejo roto en mil pedazos del dolor, y en él se miran, sedientos, los animales más queridos del pasado. (En cada piedra hay una imagen, desdibujada o sucia, la noche en blanco de un gran río.) Bajo el árbol de agosto, oigo crecer el día a ciegas, la distancia que nunca consigo recordar:
No puedo ver, pero llamo con náuseas al ahogado, busco en su tristeza llena de algas mi camino. El sol se viene haciendo sitio por donde sólo cabe el sol. Lo sé: ni una sola palabra definitiva, ni un cultivado y profundo pensamiento. Hablo de mi cansancio solamente: mi única certeza, esta mañana, aquí:
Con el aliento de lo que falta aún por ver... Oigo a este sol. Hay sangre en este laberinto, pegajosos insectos, enigmas tristes y malolientes. Todo está quieto ahora y contenido en la inmensa pereza del aire. Hundo mis pies en esta arena dura y siento la humedad de lo que ya no existe. ¿Cómo empezó la sed a ser así?:
Latas, plásticos, ropas sucias... Desde este mar venido a menos, lo que se ve y lo que no se ve son ya la misma cosa. (Regreso y, por un instante, sé también que regreso.) Violenta pulsación, voces salobres. Con todo el sol de cara, me asomo y no distingo: me asomo y toco el polen ya reseco que (sin embargo) acaba de llegar:
Cuento hasta tres y empiezo a caminar, bajo el árbol de agosto todavía, entre botellas rotas y cruces encaladas. ¿De quién son ahora los pájaros que han vuelto? Hundo mis pies en la sequía verdadera. (Oh sed fuera de sí, tan blanca.) Dejo caer una piedra en el interior de un pozo seco y el tiempo que me queda puede oírse:
Recuerda lo esencial: la puerta está abierta. Ahora el mar ya no importa: no era (para volver a empezar) lo que uno había esperado. Dentro de mí se pudren, cada vez más insistentes, todos los recuerdos. Oigo la voz de lo que sigue, la llamada que brota como aguja negra de nopal, como amplia quemadura en la sed del ahogado:
Piso, descalzo, el sol que hay en el polvo. Yo sé (por ejemplo) cuándo pasa alguien por mi lado: el salitre de su silencio llega hasta mí y lo delata. Ahora está el sudor abriendo heridas casi milenarias y, entre los escozores, siguen danzando, ciegas, las avispas. Hablo de mi pereza solamente: mi único camino, esta mañana, aquí:
No es el silencio aún (me dije), sino el espejo roto en mil pedazos del silencio, y en él se miran, exhaustos, los pájaros del Norte. En mi cansancio estaba mi principio. Ojos llenos de cal, de polen seco. Ahora mis pasos son los pasos de la sed, quemados por el sol continuamente, y el humo de mis huellas puede oírse:
Pesa la luz como una red mojada. Flotan las ramas rotas, los peces muertos... (La paz no es el silencio todavía.) Subo despacio la cuesta transparente: la que sólo da al mar y a la erosión visible. Junto al faro en ruinas crecen los enebros, las grietas afiladas, el vértigo continuo de la serenidad:
Dar el paso invisible. Llaman a la puerta del mar de agosto las raíces arrancadas, las dunas ocres. (No puedo ver, pero qué bajo cielo en rojo hay en mi corazón esta mañana, qué extraños vuelos sin sentido.) Y cuando el verdadero ahogado salga por fin a mi encuentro, ¿sabré decirle quién soy yo de verdad, exactamente?:
La muerte: una palabra puesta a secar (me dije), empapada de sudor de tres días. Más que ceniza. A fuego lento se consume la promesa más clara, y el humo es una carta sin abrir. Árbol azul y fuerte, en cuyas ramas cantan los mirlos todo el año... Oh luz repleta de animales dormidos, de caminos que no sabemos ver:
Nadie ha visto la casa, pero yo sí la he visto. O tal vez no la he visto (me dije), pero sé que está allí. (Mi deseo es más rápido que yo: yo sólo sigo, a oscuras, sus huellas transparentes.) Islas más allá de las islas. Abro, en secreto, la larga noche en vela de su soledad, la trama azul y fértil de sus apariciones:
Yo no tenía fe: tenía sueños. Y hoy la sequía tiene la extensión de mi alma. Por un instante, sé que regreso, que mi cansancio se abre al mar, al cielo rojo, a este camino erguido y sucio de verdad. ¿Cómo pudo la sed reconocerme, apuntarme con el dedo, soltar sus perros blancos contra mí?:
Delante de la puerta abierta (me dije) bailaré, loco de sol, como animal en celo, sin descanso. Escribiré mi nombre (me dije) sobre las losas incendiadas del atrio, sobre la superficie mágica del atardecer. ¡Fulgor de ruinas blancas, donde crece, a ciegas, el asfódelo sediento, donde bostezan los aparecidos!:
La mano en el fuego del mediodía: recojo (una vez más) los libros, la toalla, los zapatos. Creo saber lo que me pertenece, todo lo que al abrir los ojos vuelve a ser mío aún. Hablo del humo solamente, a solas, para empezar a ver más alto, para salir de aquí (me digo), muy despacio: para no despertar a la ceniza.
Vicente Valero: Vigila en Cabo Sur (1999)
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