Venia pels camins d'aquest món meu romput en illes
M.Villangómez
ISolo un accidente, se diría,
de la Naturaleza,
un antiguo volcán roto en mil rocas,
una explosión lejana, una batalla
del fuego entre la tierra, un río inmenso,
funeral, de oleajes encendidos,
de reverberaciones,
contra la noche abierta del silencio,
hacia la brisa pura y las estrellas,
hacia la soledad.
Sólo un accidente, se diria,
voluntad de la piedra por ser piedra
únicamente,
estas islas sin nombre que han salido
a la luz mineral del mar seguro,
como en parto difícil,
en el esfuerzo ímprobo, constante,
de la savia potente del planeta,
sin humana mirada, sin conciencia,
sólo azar despoblado,
sólo sonido duro entre peñascos
y pinos y animales y obediencia,
sólo pureza, todo creación
suprema, inescrutable, nunca vista,
apenas sospechada, conocida
en las ruinas despiertas,
en las piedras hundidas del ocaso
y la fábula viva,
en la erosión total, en la ceniza
implacable
y en la calcinación que permanece,
derramada, en los campos, multiforme,
en el silencio fiel de las cosehas,
silencio requemado
a orillas de este mar que se nos pudre
ya desde nuestra infancia,
en el silencio blando de unos hombres
que una tarde llegaron
y habitaron el mundo roto en islas,
y habitaron la noche de los pozos,
y encontraron la luz dulce en el agua,
y en el agua el cansancio y las heridas
del tiempo, este dolor que ahora nos queda
en los gestos del rostro
y en las manos resecas,
y habitaron los bosques más oscuros,
nacidos bajo el sol como un milagro,
la lentitud del día,
la lentitud de un año y otro año,
y mansamente abrieron los caminos.
II
Esta serenidad que ya es cansancio,
indolencia del mar, ambición rota
de tanto sufrimiento,
esta serenidad que se confunde
con la rasa brutal de nuestras tierras,
con el aire de agosto en los pinares,
con la calcinación
o la felicidad de nuestra infancia,
esta pereza del alma, ¿es fatiga
final que no se agota
o es amor a la vida que nos dieron,
sólo celebración?
La edad del mar circula en nuestras venas
y su cansancio es fértil como el sueño,
nos enseña a vivir, a contemplar
tan sólo, y a dejar que el tiempo pase
lentamente
—este tiempo sin tiempo que es concordia
de la Naturaleza—,
mientras pasa la vida en la mirada
total de su oleaje,
y el corazón sediento se contempla
en la roca y la espuma,
y nuestras manos buscan la salitre,
y nuestro rostro aprende el gesto duro,
humilde y milenario de sus aguas.
Nuestro cansancio es fértil como el sueño,
porque antigua armonía lo alimenta.
¿No es también esperanza este cansancio?
El mar somos nosotros y en nosotros
conocimos la luz negra del alba,
—alzábamos las velas y salíamos
quién sabe hacia qué islas,
hacia qué pedregales no lejanos,
llamando por su nombre a cada estrella
tardía o perezosa,
o conjurando al cielo su honda calma—.
Si hay dios, nadie lo ha visto, pero todos
sabemos su grandeza y su mirada
y este mar de su leyenda las reúne.
Y esta serenidad que nos han dado,
oh patria rota en islas, como herencia,
¿no ha ha visto crecer en ti algún dios
impasible en su noche?
Recogimos las redes ya podridas
y sacamos mil lágrimas,
los frutos que alimentan desde siempre
el milagro del hombre y su familia.
Recogimos la almendra y no encontramos
un don tan generoso en muchos años
que pudiera igualarse.
Y esta conformidad que ya es cansancio,
¿no la ha visto crecer en ti algún dios
impasible en su noche?
Oh patria rota en islas.
Nadie vino a salvarnos cuando fuimos
condenados al mar y a la sequía,
a tanta soledad.
Nadie vino a salvarnos, ni siquiera
este dios poderoso que nos mira
y al que hemos venerado.
Crecieron nuestros hijos lentamente
—cómo crecieron quién puede decirlo—,
entre el brezo y los pozos ya resecos.
Nadie vino a salvarnos.
Solamente los pájaros vinieron,
dejaron su quietud y abandonaron
nuevamente las islas.
Y esta serenidad que celebramos,
fértil en su cansancio como el sueño
de la tierra mojada,
esta herencia tan lenta que perdura
hermanada al olivo y a la piedra,
a todo lo que el tiempo no destruye,
sólo es nuestra esperanza.
Nadie vino a salvarnos. Tuvimos que aprender
los caminos del mar en nuestro pecho.
Vicente Valero: Herencia y fábula (1989)
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