lunes, 17 de enero de 2011

ISLA DE ESPECTROS TORTURADOS

El fogón, con dientes de ascua,
muerde el caldero
que hervoroso brota espumarajos.
Una lívida llama
ahorcándose en humo, se retuerce, aletea,
y se clava de pico entre las brasas.
Sin soplo que la avive resurge y se enardece,
suenan sus alas rojas
y un brilloso escozor rehíla la penumbra.

Unas resecas manos salpicadas de chispas,
trajinan espectrales. Sobre la mesa, cinco
calavéricos platos en espera, y al ruedo
cinco figuras secas, cortadas en cartón,
cinco pares de ojos
enquistados en vidrios de aceituna
y ásperos labios en sinuoso gesto comprimidos.

Una profunda torre de silencio
doblega las cabezas. Palabras, ¿para qué?

Una idéntica arruga todas las frentes hunde.
Las palabras, idénticas palabras
atraviesan los ojos, resbalan de los labios,
caminan por las caras y cual culebras muertas
por la caldeada semisombra ondulan.

Las consumidas manos de la madre
inician el reparto. La espera se resuelve
en un oscuro brillo que abre un instante las pupilas;
y en vagos movimientos que inquietan las figuras.

Afuera está lloviendo.
Desde el principio del mundo está lloviendo.

El viento cogido por la cola bajo la puerta aúlla.

El frío adelgaza las sombras, las manos y los huesos.

En el camastro arrinconado, suena una tos
y todas las cabezas se vuelven a la vez.

Un cuchillo filudo
corta de arriba abajo las espaldas
y miradas oblicuas al cruce de los ojos se deslíen.
Un quejido... Otro más...
Las cucharas resbalan de las bocas.
Desciende la techumbre.
Las paredes se acercan opresoras.

Como el turbio espejo cóncavo,
más que la llama tísica, la madre
se afila y palidece.
Un mascarón tatuado de relámpagos
asoma a la ventana. Truena.

Desde el principio del mundo está lloviendo.

Tirada en el camastro,
revolviéndose en fiebre y desvarío,
la pequeña mastica frases rotas
a golpes de la tos que en la garganta dura
le revienta racimos de uvas envenenadas.
De lado a lado agita la cabeza.
En los ojos dolidos se congela una súplica.
Los labios temblorosos
se entreabren dibujando un nombre, una llamada.
En sus labios los ojos de la madre.
Pretende incorporarse y cae...
La tos, la tos...

El viento brinca a la ventana
y mugiendo se enrosca a los barrotes,
suenan los vidrios retorcidos.
Los pescuezos se estiran, las caras se desdoblan
y las miradas se bifurcan.

La figura materna se hunde
en las aguas partidas del espejo.

En lo alto la tiniebla se diluye
y precipita a chorros: diluvio negro.
Encendidos mordiscos la noche despedazan;
y amenazantes signos la electrizan.
Entre las luces rápidas las caras,
cortadas por la lluvia, manchadas por la tos,
suben, bajan, se escurren, se esfuman y retornan.
El viento se desata en ráfagas y en gritos, trepidante,
la casucha cruje y tambalea:
Cárcel de espectros torturados,
isla flotante de fantasmas ebrios,
arca de Noé de sabandijas
y los escarabajos,
que en mar, delirio y tempestad zozobra.

¿En qué cima —Ararat del nuevo Génesis—
se elevará la vida?
¡Ah... la vida... Qué lejos!
A cien gritos de angustia,
en la punta del último grito:
cohete luminoso.

Aquí,
tos y viento,
tos y lluvia,
tos y sangre,
en los labios congelados.

Miguel Ángel Zambrano: Diálogo de los seres profundos (1956)

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