Para Arga y Juan González Soto
I
Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.
II
Esta ventana se abre al jardín.
Detrás de sus cristales,
la luz y el cerezo.
En este instante,
la ventana existe
para que la luz
ilumine el despliegue
de las flores blancas,
en suave balanceo.
III
El mundo podría seguir rotando sobre su eje
aun si no estuviese este cerezo en marzo
sobre la acera de una calle en Washington.
Tal vez ninguna necesidad tenga la Tierra
de su color, de su perfume o de su peso.
Ninguna necesidad de él tienen los imperios.
Seguirían su curso los negocios.
El asesino no detendría el disparo
ni la víctima se volvería a mirarlo
antes de caer. Que aquí florezca
se debe a la intriga diplomática:
Un obsequio del imperio japonés
a Norteamérica.
IV
Ninguna necesidad tiene el cerezo
que venga de tan lejos y me detenga
a contemplarlo en su milagro.
Nada es necesario para el árbol
salvo la luz, la noche, el agua,
los fermentos, la brisa del Potomac
y el vuelo de las moscas.
La rotación incesante de la tierra.
V
Para ser, el árbol no necesita que
me detenga a contemplarlo.
No mora el cerezo real en mi palabra.
Mi palabra es tarda, solo evoca
un cerezo que florecía en Washington
y aquel otro en el jardín de Arga
junto al Mediterráneo. Existen
una avenida que va al Potomac
y una ventana que da al jardín
para guardarlos, y en mi memoria
avenidas de diáfanos cristales
por donde llego al árbol que contemplo.
VI
El poema es movimiento interno.
Memoria, imagen. Luego vacío.
Imaginación y palabra inventan otro cerezo,
la sombra del cerezo contemplado
en otro lugar una mañana.
¿La sombra?... ¡La luz! La luz
espléndida de la flor del cerezo.
VII
Contemplo al cerezo en su milagro.
Florece.Y aunque me embriaga su aroma,
no estaré aquí para probar sus frutos.
Mi vida depende del cerezo apenas
mientras dure este instante. Un blanco manto
que cae y se mece, un fresco olor,
mi júbilo. Me iré en unos minutos.
Mi vida no depende del cerezo.
Y sin embargo irá el fantasma
del árbol conmigo para siempre.
VIII
El universo continuaría en expansión
sin el cerezo. Seguirían la historia
y las catástrofes. El ascensor descendería
con su carga y en el puente
esa pareja de amantes se abrazaría igual.
Y sin embargo el esplendor del día
se hundiría en mi mente
sin el cerezo en flor.
Sin el fantasma de ese cerezo en flor.
IX
Siembro un cerezo en Chigchirián.
Tal vez un día alguno de estos petirrojos
parezca un sol del tamaño de un puño,
la mancha de un corazón sobre el manto
blanco del cerezo. Tal vez estaré
sentado en una silla del jardín
esperando el milagro. Otro cerezo
distinto de aquellos que contemplé
plantados en una avenida que va al Potomac
y en un jardín que da al Mediterráneo.
Otro cerezo: Hoy mi mano abre
su nido en el suelo. Y espero la lluvia
con unción.
X
¡Una ventana para este cerezo
y una avenida para llegarse a él!
Tampoco se detendría la vida
si no plantase hoy este cerezo,
si un día no llegase a florecer.
Mi política en este pequeño reino
—el huerto de Chigchirián—
apenas consiste en abrir un hoyo
para sembrar el árbol.
Mi diplomacia: la paciente espera.
Que la Tierra gire y con ella el Sol
en torno de su tallo. Que las ramas
sean sacudidas por la lluvia y el viento.
Que florezca y revoloteen las moscas
polinizándolo. Por lo demás,
la historia y las catástrofes
seguirían su curso sin el poeta,
sin el jardín, sin el cerezo.
Iván Carvajal: La ofrenda del cerezo (2000)