A José Bergamín, en México
No estás, no, prisionero, aunque te orpima
la madreselva en flor, deliberada,
con el clavel que te defiende a esgrima
del gladiolo que te embiste a espada.
Tan húmedos y opuestos veladores,
hoy dan jardín al pensamiento errante,
tendiéndole ya cama o ya escalera,
para que estalle pensamiento flores
o suba pensamiento enredadera.
Trepe el mío, regado y verdeante,
por el sol del destierro y de la espera.
Calce, al subir, lo primero,
la espuela de caballero.
Flor de espuela:
hiere, flor,
al pensamiento en candela.
Galopar ensangrentado.
Potro de muerte. Dolor.
—Sí, yo era soldado.
(¡Mi capitán!)
Jazmines de jazmines.
Árabe aroma. (¡Cuánto moro ahogado!)
Párate, pensamiento.
La amapola. Quizás la adormidera.
(Sólo quedó de aquel destacamento
una naranja en la trinchera.)
Por la malva real,
niña, te lo diré,
o por la buganvilla,
decarminada aún la cabellera.
Compréndelo, rosal.
("Pura, encendida rosa...")
Por el Guadalquivir sube, llorando, el mar,
dejando sin oliva al olivar
y sin esposo a la esposa.
El llorar tiene huesos,
amor, como las frutas.
Lágrimas de piñones.
Por eso al pensamiento cuando canta
se le hace un nudo en la garganta,
de ciruelas o melocotones.
Escúchalo, alhelí,
para contarlo luego al heliotropo:
pálida era mi madre, y carmesí,
cuando me la enterraron bajo un chopo.
Doblégate a la grama, trepadora,
pensamiento sin bridas.
¡Frena!
¡Freno!
Es toda oídos la azucena
y el amaranto moreno.
Dura es la tierra y, obstinadamente,
dura la piel del tiempo que pisamos;
duro lo que trasluzca así la frente,
dura la sangre bajo la corteza
del corazón; así, lo que soñamos:
duro lo incierto y dura la certeza.
Hace su aparición en mí la azada,
por su propio, espontáneo movimiento,
no por mi impuesta soledad llamada.
Ya que me tienes, rompe, hiende, corta
las raíces, descuaja el fundamento,
¡y a enterrar, a enterrar, que es lo que importa!
¡A enterrar! Lluvias frescas al olvido.
No puede ser el hombre una elegía
ni hacer del sol un astro fallecido.
Aunque le haga crujir y desvencije
los desterrados huesos la agonía
que su claro pretérito le inflige,
también la azada al enterrar incluye,
en momentánea asfixia rehogando,
el duro son para el laurel que huye.
¡Cavar, cavar, y verdecer cavando!
Verdece vid, pensamiento.
Sube, espíritu morado,
llama moscatel, rodado
por los barriles del viento.
Sé fósforo del laurel.
Corona icandescente.
Sangre nunca apagada.
Soy de un pueblo de héroes, cuya piel
es toda frente
iluminada.
¡Quién sacara del pozo
agua de lluvia sin sabor a muerto,
ya que los castañares
tienen tristezas militares
y aquel campo otro nombre: el de desierto!
Amo el geranio.
Flor de hierro, roja;
hierro siempre encendido,
dura hoja.
Pero es humana flor, no flor de ejido.
Voy hacia ti, ciprés desprevenido.
Sin réplica, nogal, abre tus brazos.
Zarza cruel, lagarto sigiloso.
Yedra de dientes sin reposo.
Arañazos.
Vida ruin, rastrera.
Mi pensamiento es más hermoso:
es flor y alta enredadera.
Aquí, donde con mano desterrada
y corazón en vuelo hacia castillos
de una ardiente verdad desmantelada,
vivo escuchando el césped e injertando
al rosal rosa mirlos amarillos,
amaneciendo en cuanto voy tocando;
decrezco ante el mañana y el ahora
que a las yedras descorren las ruinas
con su verde humedad devastadora,
y pienso: Era de musgos y verdines,
de sigilosas plantas, serpentinas,
invadiendo poblados y jardines.
¿Es que quizá sonó para el planeta
el clarín de las zarzas y los cardos
y le llegó su fin a la violeta,
firmándose una ley marcial, oscura,
contra las azucenas y los nardos,
bajo la yedra alzada en dictadura?
Decidme: En tanto muro derruido,
en tanto pobre umbral sin aposento,
en tanto triste espacio sorprendido
y en tanto sueño amontonado en piedras,
¿ha de extender el desabrido viento
la colgadura helada de las yedras?
¡No, no! Zumben los picos, y las palas
con el azadón canten y repiquen.
El porvenir no es suyo. Nuevas alas
hay en las manos que lo justifiquen.
Verdece alas, pensamiento,
y sube, albo, al paraíso,
ya que el alerce y el aliso
desmantelaron, con derramamiento
de pura sangre lila, ayer, su nieve.
Solo existe un azul.
(No hagas la rueda, firmamento).
El tarco es quien lo llueve,
quien lo cuelga en su rama,
si no perdido, en lejanía.
Guadarrama.
¡Azul, azul del Guadarrama,
más azulado en la Fuenfría!
Otra vez con mis muertos.
¿Quién me puebla el recuerdo de ruinas?
¿Será ya escombros, muro derribado,
basural de gallinas,
escoria barredera
el pensamiento desterrado,
el pensamiento flor o enredadera?
Aunque le duela el álamo, está vivo,
como no estaban, no, no estaban muertos
mis muertos. Que lo diga,
duro, en su lengua ese amargor a olivo,
y en los ojos abiertos, bien abiertos,
esa luz, mar de fe, que lo mitiga.
Sé mi ejemplo, ligustro persistente;
planta vivaz, continua flor, rizoma
y siempreviva y siempreverde fuente.
Como mi patria: sol y aroma.
Rafael Alberti: Entre el clavel y la espada (1939-1940) (1941)