que la muerte hizo descender
extrañamente, con un peso desconocido
hacia un trozo increíble de la tierra.
Liberado del cielo pedía sombra
el temblor abatido de su gris azulado.
La meditación, el deseo
huyeron de mí como animales fatigados
ante esa nueva irrealidad que cubría el suelo.
Era en verano, yo estaba solo
y la paloma yacía muerta como en el centro
de una dulce costumbre iniciada hace tiempo.
Me senté a su lado, ni triste ni alegre,
e inicié con mi pie un absurdo movimiento
hacia el cuerpo silencioso, interrogando
en la insensata búsqueda
de un remoto estremecimiento en la sangre inmóvil.
Y la respuesta, como siempre,
me fue dada parcialmente
en la falta de sentido que adquiere el mundo
cuando uno detiene su mirada
por más tiempo de lo debido.
Pensé en otros veranos,
lejanas tardes con palomas que seguían
todavía la morada del aire
cuando la muerte era solo
un lujo del pensamiento, una rara
decepción que desmentía el fuego.
Ahora,
junto a la paloma que yacía muerta
no me era dado comprender lo esencial
sino los ilusorios aconteceres
siempre jóvenes del mundo. Y en el hueco de las alas
que contuvo el aire vivo
se cumplía la podredumbre, indiferente,
tal la conducta que empujó mi pie
desde una voluntad desconocida
para hurgar el oculto secreto.
Joaquín Giannuzzi: Nuestros días mortales (1958)
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