Una verdad: la nieve precedió al verbo. La verdad era, entonces, cuando solo había el lenguaje del silencio: la nieve y no la fórmula con la que dijimos que hay nieve o que la nieve existe y es blanca y fría; o cuando decimos que el rostro del amor es como la nieve, así como sus labios y sus cejas parecidas a los Andes pero más frías que ninguna cordillera crecida en los negros dientes del tiempo a la deriva. La verdad existía antes de que dijéramos todo esto; antes de que contáramos que la nieve era nuestro pasto y que podíamos cultivar allí un huerto de tijeras sin filo. Este horizonte blanco fue antes de que lo nombráramos: esa es una verdad que languidece el sentido de cualquier palabra.
En el principio, la nieve no era inhóspita ni bondadosa. La verdad era la nieve: el mundo en nuestro sistema nervioso y endocrino. El lenguaje flotaba sobre el Pacífico porque no sabía describirse. La verdad no era un valor henchido de sirenas.
Los espejos estuvieron antes que cualquier verborrea romántica
sobre el ártico.
Los espejos son el último lugar
para tocar y aprender a no mirarse.
Mónica Ojeda: El ciclo de las piedras (2015)
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