hasta la mantis religiosa que permanecía
inmóvil a 50 cm de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras
calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos
contritas,
confiando excesivamente en su imitación
de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo
siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como
una fina y quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me explica ahora
que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que
la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando
y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su
lado,
acaso demasiado presta
y dispuesta.
Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular
hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva
cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto
interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo
absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o
del seso, y el macho
se continúa así de la suprema
esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su
lengua otra vez lengüita.
Las enciclopedias no conjeturan. Esta
tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca
abierta y muerta del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad
de una palabra
de
agradecimiento.
José
Watanabe: El huso de la palabra
(1989)
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