XI
Oh, compañera de los días que transcurren sin prisa,
¿en qué reside este valor para afrontar
la dicha imperturbable?
Cada dolor vivido se convierte en un nuevo dolor
que nos traspasa,
nos redime y levanta de la tierra.
Puesto que ni las lágrimas nos dicen su misterio
y hay algo más profundo, que derriba los sueños,
esta sombra irreal,
de espaldas a los soles y a los encantamientos
de los primeros besos y a la misma pasión que nos impulsa
y nos acosa en el pasado,
donde cada gesto, cada nueva palabra, es sopesada,
¿cuál es, en su destino, el papel del amor?
Criatura sin mácula
encerrados los labios en eterno imposible,
presentida, presente en cada día,
¡nada es contrario al corazón que exulta!
Si nos amamos, ¿qué importancia tiene la medida,
la conjetura y hasta el orden que nos imponen esas reglas?
Mas, en el mismo corazón abierto, hay una causa:
como un largo abandono
hecho a la imagen de la inútil belleza,
te contemplo encerrada en un lienzo, entre débiles azules,
en una estancia,
velada por el vago recuerdo que no cesa
alimentado de papeles viejos y de música.
¿Detiene nuestro amor el abandono
o el tiempo nos humilla?
¿En dónde está la helada perfección?
En el presente como un sueño,
un río que no acaba de pasar bajo el alba,
donde la luz trasiga entre las sombras...
¿Qué dura el soplo de la creación?
¡Esta llama se acerca hasta quemar mi pecho
y el fuego eleva mis ojos de vidrio!
¿Qué trato de saber, mientras corre tu sangre entre mis dientes;
por qué esta oscuridad y estos gemidos
cuando es sencillo nuestro amor
y es tan claro el mensaje que recibo en el silencio
que una profunda claridad traduce tu alegría?
La muerte sí, en las venas,
en el grito apagado de las aves...
pero no la vejez en la piedra que una gota traspasa,
en el prestigio ambiguo de ese dios que nos hurta
una pequeña parte de agonía.
No este labio que sella la caricia de un niño...
Serena es tu pasión cuando levantas
tu cabeza hacia mí
y nos besamos, ciertos de que toda la vida se rechaza
a pesar de ese débil movimiento en la entraña
del pensamiento oculto que nos ata
hasta la eternidad.
Los hijos nos traicionan en su yerta pujanza,
nos empujan al fondo de la charla salobre,
¡y yo adoro ese mar que nunca se redime
en el perpetuo movimiento!
Nada es común en nuestro amor, en la excepción seguida
y, sin embargo, ¡qué embriaguez de nada!
Pues, ¿algo queda en pie después de la tristeza?
¿Y el recuerdo nos une en la derrota?
Quiero la eternidad, ese permanecer afuera,
en el frío del tiempo que nos conserva intactos...
Mas, nuestro amor se aleja, ya no es nuestro,
es de alguien que ha vivido para siempre,
que nos acecha y nos expugna,
nos vuelve sombras, como triste barro.
Así, nunca olvidemos que el presente es un paso oscurecido
donde se escucha el llanto y el crujir de los dientes.
¡No hay más infierno que este olvido lento
que penetra en la carne como el hielo
y dibuja en la piel el movimiento de la muerte!
Desconfía, por tanto, del nombre de las cosas.
¡Oh, cómo nos impulsan estos ciegos temores,
cuando el secreto del amor es la desesperanza!
Sí, nada queda en pie, sólo estas manos
que se prendieron juntas en una misma llama
y estos ojos que alcanzan a medir el futuro.
Hay otra vida dentro de los ojos,
que ellos mismos ignoran, que no quieren ver
porque es terrible.
Es necesario que entremos en la vida, como en un agua profunda,
donde hay un riesgo enorme de perderse.
Esa agua que no arrastra, pero cubre los cuerpos,
como todo imposible, donde cabe tan solo la misericordia,
esa parte del juego que los hombres
rechazan en un Dios absoluto y humano,
cuyo silencio es el amor que permanece...
Sólo un milagro puede detenernos
y esculpir en el aire nuestros nombres que pasan,
esa misericordia,
¡ese himno que comienza y termina en la forma más pura!
Francisco Tobar García: Canon perpetuo (1969)