embebidos de una voluntad que quería ser simple:
angustiosa necedad de alcanzar un triunfo sobre nuestras vidas.
Ocupábamos un espacio diminuto, inconforme,
plagado de la abyección que nos producía la mirada de cada transeúnte.
Nocturnos, rocanroleros necios, torpes,
adjetivando este páramo cuya frialdad envicia, abruma;
para recuperar aquello que fue nuestro más allá de la corporeidad,
más allá de la piel,
aquilatados pero serviles,
a medias lúcidos,
con una conciencia satisfecha de su rastro.
Había una suerte de nostalgia de futuro,
unas incomparables ansias de absoluto.
Así eran los días:
el penetrante moho que mullía nuestras ropas,
la razón inconfesable de un duelo que durante años nos tortura,
la idea de una vejez ya liberada de todo tránsito,
el resplandor de una luz que se nos muestra con descaro.
Pero no queríamos reconocer esa derrota.
Y huimos atravesados, a medianoche,
por el sendero que acorrala al fugitivo.
Era un irse con la simple virtud del gesto.
Así encontramos un camino,
ya desolados,
fuera del peso que condiciona la respiración de quien nos acompaña,
la responsabilidad de un referente,
el temple soberano de sabernos libres,
pero no tanto;
esa sensación fue vana,
una herida apenas visible.
Y sin embargo nos servía de pretexto para mudarnos,
para dejar de atropellarnos, juntos,
con la sustancia de una paloma muerta como la paz.
Ah, era una dulzura insoportable,
instintiva, contra una madrugada que se avecinaba,
el llanto de dos hombres perdidos,
al menos ebrios el uno del otro.
Esa miserable despedida que será la misma
por los siglos de los siglos...
Santiago Vizcaíno: En la penumbra (2011)
Siempre me gustaron las perspectivas del conejo! Me dejaban sin habla.
ResponderEliminar