lunes, 15 de abril de 2013

HOMBRE PLANETARIO

                                          Vivimos en el fondo de un gran océano de aire.
                                                                              Los sabios geofísicos

                     I

Salgo a la calle como cada día.
Fantasma entre las casas me pregunto
el color de la hora, el rostro incierto
del azul que me mira
hasta arder en su fuego más recóndito.
La ciudad me cautiva, red de piedra.
Las calles me persiguen,
se congregan en torno
de las plazas de sol, grandes tambores
forrados con la piel
de cordero del cielo.
¿Soy ese hombre que mira desde el puente
los relumbres del río
vitrina de las nubes?
Fui Ulises, Parsifal,
Hamlet y Segismundo y muchos otros
antes de ser el personaje adusto
con un gabán de viento que atraviesa
el teatro de la calle.

                     II

Camino, mas no avanzo.
Mis pasos me conducen a la nada
por una calle, tumba de hojas secas
o sucesión de puertas condenadas.
¿Soy esa sombra sola
que aparece de pronto sobre el vidrio
de los escaparates?
¿O aquel hombre que pasa
y que entra siempre por la misma puerta?
Me reconozco en todos, pero nunca
me encuentro en donde estoy. No voy conmigo
sino muy pocas veces, a escondidas.
Me busco casi siempre sin hallarme
y mis monedas cuento a medianoche.
¿Malbaraté el caudal de mi existencia?
¿Dilapidé mi oro? Nada importa:
se pasa sin pagar al fin del viaje
la invisible frontera.

                     III

Lunes, puntual obrero, me visitas
con tu faz de domingo ya difunto
pero en verdad más martes que otro día.
El miércoles y el jueves son gemelos
perdidos en el fondo de ese túnel
con un rumor de ruedas y vajilla,
con pasos y con lluvia
que conduce hasta el viernes, puerta falsa
por donde llega el sábado
cómplice disfrazado de domingo,
inspector de las cuentas semanales
y también de caminos y jardines,
siempre dispuesto a levantarse tarde,
a recoger el sol sobre una silla
y a cerrar una puerta hacia el pasado.

                     IV

¿Soy sólo un rostro, un nombre
un mecanismo oscuro y misterioso
que responde a la planta y al lucero?
Yo sé que este armatoste de cal viva
con ropaje de polvo
que marca mi presencia entre los hombres
me acompaña de paso, ya que un día
irá a habitar el vacío
de mí bajo la tierra.
¿Qué mueve al mecanismo transitorio?
Soy sólo un visitante
y creo ser el dueño de casa de mi cuerpo,
nocturna madriguera iluminada
por un fulgor eterno.

                     V

Eternidad, te busco en cada cosa:
en la piedra quemada por los siglos
en el árbol que muere y que renace,
en el río que corre
sin volver atrás nunca.
Eternidad, te busco en el espacio,
en el cielo nocturno donde boga
el luminoso enjambre,
en el alba que vuelve
todos los días a la misma hora.
Eternidad, te busco en el minuto
disfrazado de pájaro
pero que es gota de agua
que cae y se renueva
sin extinguirse nunca.
Eternidad: tus signos me rodean
mas yo soy transitorio,
un simple pasajero del planeta.

                     VI

Tiempo cósmico, reinas
sin fin, omnipresente
pulpo gris
sin ayer ni mañana, siempre ahora,
dormido en el espacio.
Tu masa no se mide por minutos,
por horas o por días.
No eres el caracol
enrollado, cautivo
en el reloj del hombre.
Yo te mido mejor, oh inmensurable,
por amarguras o por alegrías
y por silencios o por soledades
de sesenta suspiros cada una.
Yo viví sesenta años en un día
y en una hora de amor
sesenta eternidades.

                     VII

Amor es más que la sabiduría:
es la resurrección, vida segunda.
El ser que ama revive
o vive doblemente.
El amor es resumen de la tierra,
es luz, música, sueño
y fruta material
que gustamos con todos los sentidos.
¡Oh mujer que penetras en mis venas
como el cielo en los ríos!
Tu cuerpo es un país de leche y miel
que recorro sediento.
Me abrevo en tu semblante de agua fresca,
de arroyo primigenio
en mi jornada ardiente hacia el origen
del manantial perdido.
Minero del amor, cavo sin tregua
hasta hallar el filón del infinito.

                     VIII

Eva en el siglo veinte va calzada
de cuero de la sierpe fabulosa
y viste cada día
de un color diferente.
Acude al paraíso en automóvil,
mas no puede ocultar bajo la máscara
su identidad celeste.
Aprende los oficios de los hombres.
Cuida su corazón en una jaula
con flores, hijos, pájaros.
Imprime en vacaciones
la forma de su cuerpo
en la grama o la arena.
En su bolso de espejos
con el leve pañuelo de heliotropo
guarda las llaves de las siete puertas
del paraíso humano,
paraíso privado con teléfono,
máquina de lavar hojas de parra,
televisión azul como la luna
y refrigeradora con manzanas.

                     IX

Hombres, mujeres jóvenes
dentro de una vitrina
con adornos de plantas
se sientan y sonríen,
se miran, examinan sus vestidos,
cambian palabras de humo,
saborean el tiempo en rebanadas
o por cucharaditas deleitosas.
Deshojan un bostezo entre los dedos.
Un arbusto de caucho aspira el humo
y se cree en el trópico.
Inadvertido, entra en la vitrina
el poniente vestido de amarillo.
Salid, hombres, mujeres, a la calle:
sobre el asfalto expira una paloma
atropellada por un automóvil.

                     X

Mienten Juan el Obeso, José el Calvo,
Francisco el Tartamudo,
mienten el flaco, el grande, mienten todos,
hablan con dulce voz, siempre sonríen
mientras arman sus redes en la sombra
para atrapar a su víctima
por algunas monedas.
La amistad, el amor, el cielo mismo
falsificado en píldoras
pesan en su balanza fraudulenta
para ganar, multiplicar sus bienes
y ser los potentados de este mundo,
fantasmas que recorren sus palacios
de salones inmensos con alfombras
y retratos al óleo
en donde la humedad vierte su lágrima.

                     XI

Loor a Mister Húntington —filántropo
nacido en el país de las manzanas,
las antiguas Misiones coloniales
y las rojas ardillas—
que legó su fortuna
para que los granjeros de su pueblo
pudieran admirar los manuscritos
de Cabeza de Vaca, navegante,
descubridor de Texas,
señor del cacto y de la arena cálida.
Contra las pobres flechas de los indios
luchó con su arcabuz y su armadura
y lanzó su caballo de batalla
contra los pies desnudos.
Conquistador de polvo: yo bendigo
al pueblo de las flechas.

                     XII

Gloria a los fabricantes de automóviles
que han poblado el planeta
de rodantes alcobas,
salones, catafalcos
a plazos, camarines de amuletos
y flores, donde viaja
la vanidad inflada de los dueños,
¡oh amos de la prisa, los que arrancan
de su sueño a los árboles!
Gloria a los inventores
de la Gran Vitamina Universal
para aliviar los males de la tierra.
(¿Qué haré yo sin mi angustia metafísica,
sin mi dolencia azul? ¿Qué harán los hombres
cuando ya nada sientan, mecanismos
perfectos, uniformes?)

                     XIII

Los artefactos, las perfectas máquinas,
el autómata de ojo de luz verde,
¿igualan por lo menos a una abeja
dotada de reflejos naturales
que conoce el secreto
del mundo de las plantas
y se dirige sola en el espacio
a buscar material entre las flores
para su azucarada, sutil fábrica?
Todo puede crear la humana ciencia
menos ese resorte del instinto
o de la voluntad, menos la vida.
Inventor de las máquinas volantes
quiere el hombre viajar hacia los astros,
crear nuevos satélites celestes
y disparar cohetes a la luna
sin haber descifrado el gran enigma
del oscuro planeta en que vivimos.
Yo intento comprender los movimientos
de plantas y animales y me digo:
por ahora me basta con la tierra.

                     XIV

¡Escuchad cómo estallan las corolas!
La abeja celestina
les entrega mensajes fecundantes.
Los vegetales reptan enlazados,
se alzan hacia la luz
con idéntica angustia
a extasiarse en el reino de los pájaros.
Picos y alas protegen las semillas
del asalto mortal de los insectos.
Y la vida perdura
desde la nube al fondo de los mares
en donde el pez humilde,
hermano mutilado,
pordiosero del agua
agita sus harapos.
Seres elementales, plantas, piedras,
animalillos libres y perfectos:
fragmentos nada más del puro cántico
total del universo.

                     XV

¿Dónde se encuentra, rosa,
tu máquina secreta
que te forma y enciende, brasa viva
del carbón de la sombra
y te impulsa a lo alto
a expresar en carmín y terciopelo
tu gozo de vivir sobre la tierra?
¿Qué oculto motor verde,
qué eje te redondea, fuego cóncavo,
breve nido de llamas?
¿Qué vienes a decir con tantos labios?
¿Eres sólo una boca del misterio
que intenta pronunciar una palabra
nunca oída hasta ahora
para cambiar el curso de este mundo?
¿O eres acaso el beso de la tierra
a todo lo que vive,
prueba de amor de un día
a las cosas oscuras
devoradas a medias por la muerte?

                     XVI

Soy hombre, mineral y planta a un tiempo,
relieve del planeta, pez del aire,
un ser terrestre en suma.
Árbol del Amazonas mis arterias,
mi frente de París, ojos del trópico,
mi lengua americana y española,
hombros de Nueva York y de Moscú,
pero fija, invisible
mi raíz en el suelo equinoccial
nutriéndose del agua de los ríos
y de la sangre verde que circula
por el frágil, alado cuerpecillo
del loro, profesor de ortología,
del saltamontes y del colibrí,
mis ínfimos aliados naturales.

                     XVII

Oh, fábula moderna: los soldados
de plomo de los cuentos infantiles
cobran vida, se animan
y crecen, crecen, crecen,
hasta llegar a ser de más tamaño
que los hombres. Intentan
disparar con sus manos el relámpago
para encerrar el alba en una cárcel,
descolgar las estrellas
para adornar los hombros
y acudir al banquete de la noche.
Invaden por millares los jardines
y con oscuras máquinas de muerte
exterminan el verde de este mundo
cubriéndolo de ruinas,
de víctimas o estatuas
del Hombre Fusilado
en mangas de camisa.

                     XVIII

Juan Cordero, varón de miel oscura,
pecho de cuero, entraña enternecida,
capitán de los surcos
y maestro de escuela de los pájaros,
yaces sin vida cerca de tu casa,
como un saco de paja y de ceniza,
un saco agujereado
que el rocío humedece con sus lágrimas.
¿Qué crimen cometiste? Sólo un grito:
"Vivan los pueblos libres". Los soldados
dispararon sus armas
sobre ti, Juan Cordero y tus hermanos,
incendiaron las trojes
y arrasaron la tierra de tus padres.
(Dios estaba escondido en una granja
y contempló en silencio
el sacrificio de los inocentes
y su mundo en escombros).

                     XIX

Vendrá un día más puro que los otros:
estallará la paz sobre la tierra
como un sol de cristal. Un fulgor nuevo
envolverá las cosas.
Los hombres cantarán en los caminos
libres ya de la muerte solapada.
El trigo crecerá sobre los restos
de las armas destruidas
y nadie verterá
la sangre de su hermano.
El mundo será entonces de las fuentes
y las espigas que impondrán su imperio
de abundancia y frescura sin fronteras.
Los ancianos tan solo, en el domingo
de su vida apacible
esperarán la muerte,
la muerte natural, fin de jornada,
paisaje más hermoso que el poniente.

                     XX

Yo soy el habitante de las piedras
sin memoria, con sed de sombra verde,
yo soy el ciudadano de cien pueblos
y de las prodigiosas Capitales,
el Hombre Planetario,
tripulante de todas las ventanas
de la tierra aturdida de motores.
Soy el hombre de Tokio que se nutre
de bambú y pececillos,
el minero de Europa
hermano de la noche,
el labrador del Congo y de la arena,
el pescador de ostiones polinesios,
soy el indio de América, el mestizo,
el amarillo, el negro,
y soy los demás hombres del planeta.
Sobre mi corazón firman los pueblos
un tratado de paz hasta la muerte.

Jorge Carrera Andrade (1959)

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