y lo envolvías con tus manos.
Ahora que tu cigarro se ha apagado,
me consuela la eterna ley de los hombres:
los muertos no se van
porque vamos tras ellos.
Me habían contado que ya no practicabas
el ritual del arado,
que al final de la jornada
los surcos de tu piel
asomaban más profundos que los de la tierra,
que tus bueyes morían de males conocidos.
Tú, que nunca conociste el mar
ni alzaste su sábana de agua para ver
las bellas casas en que moran los peces,
ni las medusas (esas almas que penan en la sal)
jugando en la insólita fugacidad de su transparencia.
Tú, que no fuiste ni coronel ni caudillo
sino un campesino
de amaneceres puntuales y rocío en los ojos,
de largos silencios defendidos por dos breves frases.
Has muerto.
Las plantas de tabaco continúan creciendo
alrededor de tu casa:
desmedidas
elevan sus hojas buscándote.
Esta noche, gruesos hilos de lluvia
golpean sobre unos ojos abiertos.
Enciendo un cigarrillo.
El humo sube, como las hojas.
Galo Alfredo Torres: La canción del invitado (2008)
No hay comentarios:
Publicar un comentario