Fue la noche de tu primera comunión (¿o de tu matrimonio?). El sacerdote llevaba, en todo caso, una casulla de color dorado y las grandes arañas de cristal chisporroteaban como las hojas de un álamo temblón. Los rebaños pastaban apacibles en la frontera de los acantilados. La nave principal tenía ese misterio que sólo corresponde a los amores de jóvenes esposos o a los instantes previos al domingo de la Resurrección. Ahora estoy seguro de que fue en pleno matrimonio. Y aunque nunca escuché ni un dime ni un direte, las luces se extinguían conforme remontaban a los cielos, igual que el verde pasto en los estadios cuando apagan la luz. Puedo ver tu futuro entre las tripas de algún necio batracio partido en dos mitades como un pan. Lo que ya no tiene la menor importancia. La cosa es que esa noche, en los entrtetelones de la cúpula, una media toronja apachurrada, las sombras más oscuras se colgaron redondas y brillantes, como un racimo enorme y aguachento de uvas de Borgoña.
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Ahora está más clara la postal. Al fondo del paisaje se revuelven, veloces y agitados, contra el altar mayor. Las sombras de sus alas desordenan los pechos azulinos de la novia. Pero la novia, tabernáculo cegado por la felicidad, ni mira ni los ve. Son dos o tres murciélagos, pequeños, es verdad, pero más persistentes que las moscas borrachas en medio del verano. Se estrellan en su vuelo a la deriva contra los arrecifes y los montes que sostienen la nave principal. Se hacen puré. Mira, dijiste, una bandada de palomas torcazas después del aguacero. Puedo reconocerlas. Igualitas. Con el mismo plumaje tornasol, allá revoloteando, sobre los matorrales suculentos del valle del Mantaro. Es el instante de la consagración. Allá revoloteando, entre la aureola de los recién casados, sus frágiles membranas cubiertas de pelusa, su corazón de palo, sus colmillos.
Antonio Cisneros: Un crucero a las islas Galápagos (nuevos cantos marianos) (2007)
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