escupe sus negros esclavos, sus piezas de mercadería
regresa desde los sueños en forma de galeón o canoa
es en nosotros que vive con su llanto sumergido.
A veces me pregunto a quién llaman mis padres
desde la senilidad con sus tantas voces
por qué se repiten mis abuelos en los mismos hábitos
de hablar con la nada
o de esparcir sus fotografías
en el garabato de la niebla.
Aún no se esconden las cosas presentes y los veo
jugar con los nietos, que permanecerán cantando para siempre
cuando hay brea sobre estos puertos
o gaviotas confusas que se posan en los mástiles y en las cuerdas
a diatribar con los gallotes.
No hay más misterios nivelados que observar el mar
y su llanto sumergido
esos dioses gemebundos
que bostezan despacio o que se llenan la boca con fabulaciones
de foca o de ballena.
Es este miedo a respirar las sales que ya conozco
a visitar esos puertos donde se quedó mi cuerpo de tritón
o de almirante
escribir los mismos poemas
que circularon con las estrellas de la espuma, o recordar
esa balada que va de boca en boca de los longorongos
que gritan sus orgasmos repletos de fiebre.
Vegetar en mi espejo que se vuelve un caracol henchido
o una furia oceánica que se repite como un triste maremoto.
Por eso atestiguo el recolectar con mi caña de pescar estas imágenes
de estas verdades que tiemblan y se agitan en el fondo
de todas las nadas como peces que resguardan la tranquilidad del aire
o como burbujas secas que se quedan vacilando
en mis manos como medusas.
La muerte me llevará a todos los puertos
e irá doblando mis pantalones y mis restos de equipaje.
Seré más oscuro o luminoso cuando recorra
las huestes y las epopeyas en otros mares, seré joven o viejo
o quizás oblicuo como todo resplandor que nace.
A veces creo que cada día
la muerte nos prepara para entrar en su barco.
Javier Alvarado: El mar que me habita (2011)
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