jueves, 23 de agosto de 2012

ÉGLOGA OCTAVA

Lento muere el verano.
En silencio se apagan sus gemidos.
Un otoño temprano
hundió verdes latidos,
árboles por la muerte merecidos.

La luz nos atraviesa.
De tu cuerpo se adueña y lo decora.
El fuego que te besa
se consume en la hora,
diluida en la tarde asoladora.

Vivimos el presente
en función del mañana y el pasado.
Pero si el día no miente,
no estaré ya a tu lado
en otro tiempo que nació arrasado.

Bajo estas soledades
se han unido el desierto y la pradera.
Y la dicha que invades
ya no te recupera
y durará lo que la noche quiera.

Creciste en la memoria
hecha de otras imágenes, mentida.
Ya no habrá más historia
para ocupar la vida
que tu huella sin sombra ni medida.

Inútil el lamento,
inútil la esperanza, el desterrado
sollozar de este viento.
Se ha llevado
el rescoldo de todo lo acabado.

Esperemos ahora
la claridad que apenas se desliza.
Nos encuentra la aurora
en la tierra cobriza
faltos de amor y llenos de ceniza.

No volveremos nunca
a tener en las manos el instante.
Porque la noche trunca
hará que se quebrante
nuestra dicha y sigamos adelante.

El oscuro reflejo
del ayer que zozobra en tu mirada
es el oblicuo espejo
donde flota la nada
de esta reunión de sombras condenada.

La llama que calcina
a mitad del desierto se ha encendido.
Y se alzará su ruina
sobre este dolorido
y silencioso estruendo del olvido.

El mundo se apodera
de lo que es nuestro y suyo. Y el vacío
todo lo hunde y vulnera,
como el río
que humedece tus labios, amor mío.

José Emilio Pacheco: Los elementos de la noche (1963)

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