el ligero movimiento de su ceja esconde una tortura.
Siente que su respiración se agiganta como la víbora que devora al ciervo.
Bosteza.
Toda aparente claridad se ha vuelto obtusa.
Su visión es un estertor.
A lo lejos, la angustia se reviste de una soledad muy tenue.
Tiembla.
Su corazón se descuelga de las ramas de los cipreses.
Desde arriba,
su cuerpo se ve tan vulnerable como la cola de una lagartija.
Inmóvil,
frente a un espectáculo de lunares que resplandecen,
puede distinguir la gruta del temido infierno
donde una enorme boca devora los cráneos de los bueyes.
La saliva moja su almohada:
tibia mucosidad de los perros.
Hileras e hileras de rocas
que lastiman esa oscuridad omnímoda,
ese frío intenso en el que tiritan las espinas de los cactus.
Sus brazos borrachos buscan un asidero,
alucinados con la luz de un faro.
No ha de despertar.
No hay hogueras para el tembloroso.
En la desolación del universo
solo hay un cuerpo que palpita.
Santiago Vizcaíno: En la penumbra (2011)
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