domingo, 3 de agosto de 2014

ELEGÍA DEL DAULE (fragmento)

                                              IV

En tal zozobra, cuando el ruido alcanza la forma amenazante,
cualquier silencio se convierte en una voz remota
que refiere el pasado a su capricho,
y es como si la naturaleza mismo no respirara,
y atónita la sierva
humilde en su cañiza
se sacrificara por el bien de la tierra humillada...
¡Cómo abunda el aroma de las plantas envueltas en la noche
beber en tus axilas la miera
consagrada a la deidad del río!
¿Puede el amor turbar la superficie inmoble
dentro de ese silencio,
cuando alrededor de aquellas flores y las aves,
de repente se encienden las lágrimas de los progenitores?
Ah si ella misma, en el prodigio, alcanzara a escuchar
el movimiento cauto de la hierba naciente...

Blando era el vientre de la amada en donde mi profunda
humillación pudo callarse;
sus manos, sin ninguna fragancia, sino calma,
me besaban la frente. Los pensamientos en quietud ya tibia,
participaban del calor inocente de los pliegues,
en los miembros desnudos que ignoraban aún aquel advenimiento
o la consagración.
En mí, inasible, te sentía —la imagen ya borrosa por efecto
de los besos y llamas, en plena devoción.
¿No fuimos más hermosos, acaso más nosotros
y más ciertamente humanos
dentro del sufrimiento? ¿O la dicha fue estorbo
en nuestra unión profundamente lejos?
A nadie te comparo
pues nunca tuve trato
con un ser casi arrancado en la hora justa
de aparecer sobre la tierra.

¿Qué manantial se vierte allá, en olvido,
de qué dolor viniste, cuál fue la fecha del desasosiego?
Sólo sabes del río, y entrambos somos islas arrastradas
suavemente a la distancia lúgugre,
y nada nos retiene, somos lágrimas,
volvemos al origen, esa calma azarosa,
en la ignorancia muda,
y seremos amantes en un lapso donde los nombres nada
significan,
los compañeros tan callados,
siempre ausencia.

Finalmente en el aura, desde la mar, se apaga
ese dolor ya viejo, que nunca nos doliera en la aventura:
la luz atisba y nos revela, solos.
Cada ser en su asombro, en la piel arrugada por el sueño,
el pasado que torna su cabeza
—la criatura torpe mete su boca en el estiércol.
Ah, sólo entonces,
vosotros, rodeados de súplicas humildes,
de rodillas,
compartís nuestro duelo.
Quizás no cabe semejanza con esa luz perfecta,
tal vez no somos nadie, aspecto bajo la saliva
de las voces divinas, vuestra gloria.
La eternidad abrasa, y en la calma estéril,
el sol vacía la forma variable
—resto de nuestra cólera, escenas tan vulgares,
nombres sin importancia.
Los gritos últimos de cada ser humano.
El dolor, la insignificancia nuestra,
despacio repta hasta los ojos.
¡Enterrar los misterios junto a la sabiduría,
vagar, vagar errantes,
regresar a ese punto de partida,
recordar hasta el último momento, porque nada es presente!

¿Cómo no preferir tu ignorancia a la culpa,
tu silencio al recuerdo de unos dioses que nunca regresaron
y nos observan, escondidos,
con la alegría insatisfecha de quienes no han logrado,
ni ellos, siquiera,
conservar ese parque en su orden impecable?

Francisco Tobar García: Elegía del Daule (1989)

No hay comentarios:

Publicar un comentario