¿a quién dejarás tus cosas cuando mueras?
Entonces miré mi casa
y sus objetos.
No había nada que repartir,
salvo mi olor a rancio.
Y la rata.
Ésa que permaneció hostil y silenciosa,
esperando que ocurriera.
Inútil darle de comer
y suavizar su cama con jabón azul.
La esperé cada noche,
ansiosa de ver cómo sus largos bigotes
dejarán de esconder los dientes puntiagudos y depredadores.
Allí estuvo,
mirada astuta
y silencio de esfinge,
esperando que mi sangre corriera.
Vana espera.
La muerte llegó de adentro
por primera vez, calmada y definitiva.
Escribí en la pared su nombre,
para que el último golpe de sol,
a eso de las diez de la mañana,
pusiera sombra en mi testamento:
"La rata no permitió que viera la primavera".
Después de muerta
hice la lista.
Una cena en el mejor restaurante
para Ángeles y Carlos.
Mis libros, mis inéditos guiones para José Ignacio.
Mis sueños para Ibsen.
Mi tarjeta Abra para Ybis.
Mi carro para Alberto.
Mi cama matrimonial para Mario.
Mi memoria para Salvador.
Mi soledad para la Negra.
Mis discos de Ismael Rivera para la Negra.
Mis poemas titulados "Granada en la boca" para la Negra.
Mi dolor de adolescente y madre, para Pedro.
Mis cenizas, para Ernesto.
Mi risa para Marina.
La noche anterior
le había dicho a Ángeles y Carlos
si no puedo dormir
escogeré la muerte.
El pernil de cordero estaba tan sabroso
que no me hicieron mucho caso.
Recuerdo que en una esquina de Chacao,
ella me abrazó y le dije,
el próximo viernes los invito yo.
Su cabello corto
y su felicidad por habérselo cortado,
me hizo entender que no era yo la apaciguada madre de Carlos.
Apoyé mi mejilla sobre su hombro.
Fue algo de segundos,
pero sentí que con la tijera sobre su melena,
algo se había ido.
Algo que no llevaba su nombre,
rondaba ahora las noches de insomnios y alcohol
en el barrio de la familia.
Morirse deliberadamente,
requiere de tiempo y paciencia.
Evocas la muerte gratuita de un hijo,
cosa que a ti nunca te sucedió.
La pérdida de objetos
y el silencio de una casa devastada,
tampoco te sucedió.
El dedo feroz de un enemigo señalándote
como un ser despiadado.
Pasa pero no es mortal.
Dos partos,
diez abortos
y ningún orgasmo.
Una buena razón.
El silencio de tu compañero cuando le preguntas,
¿por qué ya no me quieres?
¿Qué hice?
¿En qué fallé?
Y luego el recorrido por aquellos espacios silenciosos
y vacíos,
con tu presencia encorvada,
torpe.
Constatas que no hay jabón para lavar
ni Favor para planchar
y a lo mejor
esas naranjas están podridas.
Entonces recuerdas
una terraza a las siete de la mañana,
sobre el mar,
y alguien diciéndote,
le tengo miedo a las alturas
pero te amo.
Y luego,
el regreso a la ciudad
y la mazacumba de un hombre desnudo y alegre.
Piensas de nuevo en lo deliberado.
No es azar.
No es venganza.
Es tu mano
de palma sudada,
tocando su muslo.
Remontando un poco más
y recordando el desasosiego de tu compañero,
por la penumbra maloliente
de tu placer.
Siempre hay un antes
antes de morir.
Antes,
quiero comerme unos tortellinis a la crema.
O tomarme un trago de Tanqueray.
O que me abracen con manos fuertes.
O, como dice Caupolicán,
que me pongan en presencia de Maiquetía,
la ciudad más hermosa de este país.
La deliberación entorpece la muerte.
Nadie,
que yo conozca
ha deliberado sobre su desaparición
Miyó Vestrini (1991, publicado póstumamente en 2008)
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