a llevar bitácoras de viaje y de empresas solitarias y colectivas,
que uno se pone a llorar en la quilla de un navío y no sabe descifrar las cabalgatas del viento que preceden a la tempestad,
el ritmo acompasado de las estrellas, las constelaciones más rielantes y más cínicas,
la inclinación de cabeza, las ruinas de alguna embarcación y las gotas que se apresuran a delinear un rostro,
y uno termina por perderse en todo el mar que convoca nuestra fábula,
ante ese mar que marca y desdibuja el destino brumoso de los hombres.
Cuando me vi obligado a partir desde Cantón hacia una tierra desconocida
en medio de un fuego estructural, en donde un ferrocarril se abría paso como una mano por un muslo de mujer,
mientras mi joven esposa se quedó tendida en el piso de nuestra casa invocando que volviese,
no sin antes haber envuelto algunas ofrendas de arroz para mi boca hambrienta,
no sin antes haberme tomado de las manos y dejarme todo su perfume hibisco de naranjas
separadas.
Ahora sólo conservo su larga trenza para que la huela y la acaricie y una flor de loto —ya seca, ya semipodrida—
para que la tierra se me haga presente como sus ojos, terrígenos y terráqueos, que ondulan como el resplandor de la cosecha,
cuando fuimos exuberantes y nos casamos con el primer monzón que bajó de la montaña
y ella lucía un traje de infinitos colores y yo varias prendas de color rojo para parecerme al dragón que fraguaba las bodas en nuestra familia.
Ahora todo eso es recuerdo, todo eso es una pausa lógica,
y sigo escribiendo mi llegada al istmo de Panamá, la fragata del calor, la contradicción de unirnos todos en un tren y dispersarnos en campamentos, según nuestra raza, según nuestras creencias y nuestro lugar de origen.
A nuestro lado se entonan algunos cánticos a un dios que no conozco,
algunas palabras en inglés y miradas con ojos azules que son como el mar cuando se bate con nuevas naves ante su imperante desconfianza.
En otros sitios hay gente de color que no se atreve a mirarnos a los ojos.
Yo empecé a entristecer y mi comunidad no tenía más nada que decir, mientras nos íbamos secando,
mientras nuestras ropas parecían que vistiesen virutas de bambú para embarcaciones pobres.
Nos dieron porciones limitadas de opio, éramos los nuevos fumadores de lotos en esta tierra.
La muerte se nos hacía humo y empezábamos a cantar, a cantar y anegarnos todo el silencio
que nos pateaba las vértebras y la sangre, con toda esa realidad.
Pero resulta que a mí, Ling Fen, me llamaba mi esposa.
Pero resulta que a Lian Tung lo llamaban sus hijos y su madre viuda.
Pero resulta que a Hung Mei le marcaban un sitio hasta el mar para que se sentase y esperase a que las olas vinieran por él y lo llevasen a Cantón:
Pero resulta que a Lian Tung le estaban esperando otro puñado de asiáticos para cumplir su deseo por unas cuantas monedas:
troncarle la cabeza e ir a arrojarla al arroyuelo para que se convirtiera en loto danzante.
Otros personajes, más pintorescos que nosotros, se pusieron toda una tarde a sacarle punta
a varias ramas y a varios brazos de especies verdes de estos lados del trópico
y fueron hundiendo aquella lanza, amelcochada con savia
hasta que con sangre de garganta, se hicieron de uno de los mejores
ritos de suicidio, aplicados en este caserío, engrandeciendo una leyenda.
Hará varias lunas que estas desgracias que hoy ocurren fueron marcadas por el nombre de este pueblo hace muchos años, algunos siglos antes.
Matachín atrajo la muerte de los chinos y yo observo cómo el cartel que anuncia
este fatídico intento nos hace colgar como mangos de colores en los árboles, sujetados por nuestros moños.
Yo, cansado de tanta nostalgia y de tanto trabajo por el tren, me acerco a mi humilde morral y allí está, solícita, la trenza de mi esposa,
su obsequio de bodas, allá en Cantón, donde seguro me espera en la puerta, con la cabeza inclinada, sollozando.
Hay una vorágine de cisnes de cuellos largos entre mis piernas, productos de la zona
y algunos pedazos de pan danzando con las hormigas de la heredad nefasta.
Ya no más lágrimas para Ling Fen, el chinito de los rieles y durmientes.
Tomo la trenza de bodas y la amarro a mi moño inconcluso, cortado a comienzos de verano.
Subo a un corotú corpulento y algo y me enrosco la mata de hebras que libera mi cuello,
y me dejo colgar y me convierto en un fruto más de Matachín, el gran pueblo del suicidio y de la matanza de los chinos.
Hoy el pueblo yace bajo el agua, bajo la quimera esperanzadora de un Gran Lago.
¿A dónde se quedaron aquellos habitantes de Asia después de aquel lastimero viaje por el Caribe?
¿Qué es lo que sobrevuela por debajo del agua como un ave fénix chino?
Alguien de seguro, al atravesar el Canal o dar una ojeada por la ventana del moderno tren verá el humo que asciende desde la profundidad
donde están los fumadores de lotos, los que ansiaron un ferrocarril y quedaron siendo hollín de estrellas subterráneas.
Javier Alvarado: Viaje solar de un tren hacia la noche de Matachín (la eternidad a lomo de tren) (2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario